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Columna
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Resistencia crítica / 1

La derecha no ha tenido nunca problemas con su identidad. Tampoco los tiene ahora. Todo lo más, una cierta perplejidad en sus márgenes. Como esa regresiva nostalgia por el Orden con mayúscula; o su permanente proclividad por la compañía de la Iglesia y la presencia del uniforme. También una querencia inagotable por la eficacia y el éxito, en primer lugar económico; el fervor por las esencias del pasado; el culto de la seguridad y el control; la indeclinable añoranza por el autoritarismo como régimen y como práctica; sin olvidar la alergia a la crítica y la redentora invocación de la ética y otras coartadas curalotodo destinadas a compensar la acumulación del beneficio.

De ahí su conflictiva relación con la democracia, un paso adelante y dos atrás, pero sin abandonar su reivindicación retórica que en el paisaje político actual siempre añade. Manuel Fraga con su incurable morriña franquista es su figura emblemática.

La desbandada religiosa de los creyentes fragiliza la legitimidad de las cúpulas eclesiásticas

La izquierda, por el contrario, ha andado siempre a la greña con sus referentes identitarios, sin acabar de aclararse sobre lo que últimamente quería ni cómo se proponía alcanzarlo. La lucha contra la opresión y la injusticia, la celebración de la igualdad y la obsesión por los más débiles y los de abajo, han presidido su catálogo de objetivos, pero la fractura inicial entre el movimiento anarcolibertario y las formaciones marxistas-leninistas, han lastrado gravemente sus resultados, y ambas siguen corriendo paralelas, cuando no enfrentadas, hasta hoy.

En cualquier caso la interpretación de los grandes espacios ideológicos, derecha e izquierda, sólo puede hacerse en el marco de una sociedad concreta, la nuestra, supermercantil e hipermediatizada, en la que los iconos, gadgets y logos han ocupado todos los espacios y en la que la infantilización de los comportamientos organiza acciones y aconteceres.

El jefe del Estado francés, Nicolas Sarkozy, y la modelo Carla Bruni diciéndose su amor, frente a la televisión en un parque de atracciones infantil, es su precisa expresión. Que se ejerce a caballo de la política, cuyo descrédito y rechazo, reducida a la conquista y gestión del poder, la ha confinado en las oficinas de los profesionales del marketing y del mando.

Esta versión cratofílica que ha multiplicado la corrupción y ha privado de toda ejemplaridad a sus líderes, ha reforzado sin embargo, de manera paradójica, su prestigio entre los poderosos, por su indiscutible eficacia para conseguir resultados aceptables para los notables.

La desbandada religiosa de los creyentes y la drástica reducción de sus prácticas piadosas, fragiliza la legitimidad de las cúpulas eclesiásticas y las lleva a buscar otros contenidos y modalidades susceptibles de fidelizar a los suyos y de asegurar su presencia en la vida de la comunidad, con la consecuente participación en el reparto público.

El refugio en los núcleos ideológicos más homologables con sus creencias y su radicalización para devolverles una atractividad, atenuada por la banalización de su uso y por el cansancio de sus usuarios, es uno de los procedimientos más habituales al que no es ajena la tendencia, casi moda, a la fundamentalización de las formaciones religiosas y a la exhibición de sus ritos. Pero sobre todo el incorporarse al militantismo directamente político de las organizaciones más extremistas.

El reciente espectáculo de la jerarquía española echando mano de los recursos guerreros del catolicismo de Cruzada, como las enfervorizadas concentraciones de masa y las coléricas embestidas verbales en calles y plazas están ahí para probarlo. Como las agrias contiendas ultra-atlántico entre las diversas denominaciones evangélicas para ocupar las primeras posiciones en las organizaciones neocon o de modo más clásicamente romano, las inacabables disputas por las cuotas de poder entre los católicos y los no católicos en el interior del recién estrenado Partido Democrático en Italia.

En ninguno de estos casos se trata de una deriva religiosa endógena, a la búsqueda de posiciones doctrinales más auténticas, sino de un extremismo táctico, de un posicionamiento clientelar, de una estrategia de venta. Estamos en la política del capitalismo de mercado. Todos actuamos como mercaderes. La opción de progreso en sus múltiples variantes, desde las moderadas a las más extremosas, tienen una irrenunciable voluntad igualitaria y crítica.

Hay que comenzar por ahí, por el análisis, la reflexión, el razonamiento. Lo que no es fácil con la inesquivable tecnificación actual del pensar y el decir que con la storytelling y otros dispositivos orwellianos y con los juegos de vídeo nos condenan a la historieta y a la estampita.

Pero queda la resistencia crítica y en ella hay que situarse.

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