El Bolshói errante
Para algunos se trata de una ocasión histórica, aunque no sea la primera. El Ballet del Gran Teatro Bolshói de Moscú empieza hoy la temporada de invierno en la Ópera Garnier de París con grandes títulos que resumen la historia y las tendencias estéticas de una de las más importantes compañías de danza académica. Se trata de un desembarco en toda regla: más de trescientas personas entre bailarines, músicos, profesores, técnicos y otros miembros de ese complejo engranaje que es la compañía de ballet de un gran teatro de ópera, institución tipo fraguada entre los siglos XVIII y XIX y que aún se mantiene con sus rigores, jerarquías y rituales, probablemente los factores que garantizan su supervivencia y salud, en sitios como Moscú, San Petersburgo (Kirov-Marinskii), París, Viena y Berlín. Son los museos vivientes del ballet, sus bibliotecas de Alejandría.
'Le corsaire' vuelve a París (siendo el mismo y otro a la vez), donde fue estrenado en 1858 en presencia de Napoleón III
El Teatro Bolshói moscovita está en reparaciones. Tras aparecer nuevas grietas en la cimentación y tras décadas de desidia y tantas grietas morales, el noble edificio (llamado entonces Petrovski), proyectado por Ossip Bove entre 1810 y 1825, con sus imponentes ocho columnas que soportan un tímpano de inspiración clásica, necesitaba una cura a fondo, aunque lo que vemos hoy se debe finalmente a la reconstrucción de Albert Cavos en 1856. Alexéi Ratmanski, director del ballet, reconocía el pasado diciembre que las obras iban con retraso e imprevistos (el río subterráneo no deja de dar sustos), y quizás el único consuelo es que ya funciona al cien por cien la nueva sala aneja construida a la izquierda del edificio antiguo y que está destinada a albergar los productos experimentales y modernos. Y hay latente mucha polémica sobre la restauración de la gran sala, sobre qué símbolos conservar y cuáles no (hay profusión de emblemas pretéritos, hoces y martillos por doquier, desde la cortina grana y oro al bambalinón o el gran carpanel de la embocadura), algo que podría servir de metáfora sobre el repertorio de la época soviética, a la sazón presente en esta gira con su título más señero: Espartaco. Por fortuna, un buen criterio ha permito salvar los destellos artísticos de los tiempos oscuros.
Así las cosas, la agrupación se mantiene errante hasta el 17 de octubre de 2009, cuando está previsto otro hito: el desembarco en el Bolshói de La Scala de Milán en pleno y el regreso a casa de las compañías titulares tanto de ópera como de ballet, una plantilla colosal que supera las dos mil almas y que garantiza su prestigiada monumentalidad espectacular.
El Ballet del Bolshói, en su festivo peregrinar, ya ha ido a Londres, a Turín y ahora vuelve a París, pero en grande y con un estreno de carácter historicista: la reconstrucción de Le corsaire, un ballet, como tantos otros, de origen francés, que debe su pervivencia a la ya histórica y consciente, pero culta, balletomanía rusa y al quehacer de un marsellés naturalizado petersburgués: Marius Petipa, ciudad a la que llegó en barco por un canal en 1847 para cambiar el curso de la historia del ballet. Ratmanski, que desde que llegó al puesto de director hace poco más de un lustro ha significado un revulsivo en varios terrenos, junto a Yuri Burlaka se han embarcado en la tarea de resucitar un muerto, pues este Corsario nada tiene que ver, o muy poco, con el que mantiene Marinskii (San Petersburgo) en repertorio, firmado por Konstantín Sergueiev. Si se quiere, estos Corsarios en liza reviven la antigua y nunca resuelta polémica entre los dos grandes teatros rusos. Moscú y San Petersburgo se disputan la supremacía desde hace más de dos siglos, argumento que daría para un jugoso tomo donde caben desde intrigas políticas a fugas de grandes estrellas. Antes del Bolshói, ya el Kirov-Marinskii había pasado por París también a sentar su cátedra. En tal sentido, París es una meta para los artistas rusos de ballet, un Vaticano de peregrinar obligatorio, lo mismo que ya hizo Serguéi de Diaghilev con sus Ballets Russes a principios de siglo XX, en esta misma sala dorada ideada por Garnier y que hoy acoge a los moscovitas.
La fiebre filológico-balletística llegó a Rusia algo tarde, como tantas otras cosas. Se siente por detrás la influencia del discutido Pierre Lacotte (Chatou, 1932), coreólogo y coreógrafo francés que ha reconstruido muchos ballets románticos perdidos, desde La sombra (Taglioni/Adam-Maurer) a Paquita (Mazilier/Deldevez). Precisamente, Lacotte hizo para el Bolshói la recomposición de La hija del faraón (Petipa/Pugni) hace unas cuatro temporadas, y fue un triunfo mundial, un hallazgo lleno de ingenuidad (momias, espíritus de faraones: una delicia). Pero de Le corsaire, que está libremente basado en el poema homónimo de Lord Byron, había poca chicha donde rascar o poca tela donde cortar a medida: apenas unos 15 minutos en la notación coréutica de Stepanov y un montón de música usada a mansalva desde entonces, la mayoría autógrafa del francés Adolph Adam y con añadidos comprobados de Cesare Pugni, Riccardo Drigo y Ludwig Minkus, estos últimos encargados por Petipa para unas revisitaciones del título en San Petersburgo, primero en 1863 y después en 1899, labor que debemos agradecer al marsellés, tal como hizo también con Giselle, Coppelia y La fille mal gardée, Paquita o Esmeralda. Elípticamente, Le corsaire vuelve a París (aun siendo básicamente el mismo y otro a la vez: el ballet es así), donde fue estrenado en 1858 en presencia de Napoleón III. Aunque, para ser salomónicos, no se puede olvidar a Vaslav Orlikowski, que ya en 1975 emprendió la ímproba tarea de la reconstrucción integral con el Ballet de Zagreb. Los diseños de vestuario de la nueva versión del Bolshói tienen un especial interés: los ha realizado la eficiente e inspirada artista Elena Zaitseva sobre los originales de Eugeni Ponomarov de 1899, pero resulta que el tal Ponomarov es un seudónimo viviente del todopoderoso Iván Vsevolozhski (1835-1909), entonces director de los Teatros Imperiales y a quien nada en el mundo le gustaba más que un tutú con muchas perlas. Este descubrimiento que roza lo excéntrico se debió a la investigación de Nancy Van Norman Baer, del Museo de Bellas Artes de San Francisco, tras agotadoras pesquisas en los museos teatrales rusos.
El segundo programa escogido por Ratmanski para ser expuesto en Garnier del 11 al 13 contiene tres obras: La dama de picas, de Roland Petit, donde usa la sexta sinfonía de Chaikovski; Juego de cartas, del propio Ratmanski sobre la partitura de Ígor Stravinski, y, como cierre, el acto tercero, 'De las sombras', del ballet La bayadera (una creación catalogada con justicia de obra maestra de Petipa que data de 1877 y que se mantiene intacta tras el sutil acomodo de Olga Jordan y Fedor Lopujov en el periodo de entreguerras) y que constituye la prueba de fuego para un cuerpo de ballet, tanto por sus exigencias de homogeneidad como de metro musical-coreográfico. Aquí los decorados y los trajes se inspiran también en los originales de Lambin, Allegri y Kwapp.
El tercer programa ofrece un cierre espectacular y muy pensado para que el espectador no olvide que ha visto a la compañía rusa de más empuje, de más potencia escénica y donde, en su repertorio, aún resuenan los ecos del realismo socialista, y donde, no hay mal en arte que por bien no venga, también produjo entre monstruos, algunas obras meritorias. Espartaco es una joya del periodo soviético recoreografiado por el antes denostado y vilipendiado Yuri Grigorovich (y hoy parcialmente revalorizado), que ejerció el poder omnipotente y dictatorial durante tres décadas en Bolshói. Ninguna obra como Espartaco recoge mejor la parte épica del estilo moscovita de bailar, su tono aéreo sobre lo heroico, su despliegue y su dinámica, un sello distintivo que siempre fue su escudo frente a la pretendida "pureza" del Kirov de la entonces Leningrado, hoy San Petersburgo otra vez. En Espartaco la emoción se palpa en cada escena: romanos, esclavos, pasiones, combates, mujeres muy crueles frente a otras entregadas al amor, una lucha entre gladiadores rebeldes y desprotegidos contra las legiones del Imperio. Grigorovich entra con detenimiento en la obra, retoca el guión con Nikolái Volkov y se reordena la partitura con una batuta ilustre: Gennadi Roshdestvenski. Los diseños de escenografía y vestuario son del georgiano Simon Virssaladze: tres ases que conforman el apogeo del estilo de una casa, el Bolshói y eso es lo que se verá en París del 19 al 22 como colofón de un viaje continental del gran ballet. -
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