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Y ellos se juntan

Comencemos por presentar a los personajes del retablo. En primer lugar, el francés Jean-Pierre Chevènement: nacido en 1939, político de raza, militante socialista desde 1964, diputado casi sin interrupción a partir de 1973 y alcalde de Belfort -donde la bandera tricolor ondea hasta en la sopa- durante un cuarto de siglo, había sido ministro ya a principios de los años ochenta, y lo fue de Defensa entre 1988 y 1991, pero dimitió por su oposición a la primera "guerra colonial de Estados Unidos contra Irak", según la describe su página web. Hostil al tratado de Maastricht, en 1993 rompió con el Partido Socialista para fundar el Mouvement des Citoyens, hoy Mouvement Républicain et Citoyen, de rotunda filiación soberanista, contrario a la Constitución europea y también al nuevo tratado de Lisboa. Ministro del Interior con Lionel Jospin desde 1997, dio otra vez el portazo en 2000 para expresar su disgusto ante la concesión a la isla de Córcega de un mínimo poder legislativo. El año pasado apoyó de manera decidida la candidatura de Ségolène Royal a la presidencia de la República.

Chevènement, Aznar y Handke se han manifestado opuestos a la independencia de Kosovo

El segundo personaje se llama Peter Handke, nació en 1942 en el sur de Austria, aunque de madre eslovena, y es escritor en lengua alemana. Tras una infancia atormentada y una poderosa eclosión creativa, su notoriedad extraliteraria arranca de 1996, cuando publicó Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina o Justicia para Serbia, apasionado alegato en defensa del papel de los serbios durante la sangrienta implosión de Yugoslavia. Transformado en panegirista del régimen y de la persona de Slobodan Milosevic -a quien incluso visitaría más tarde en la cárcel de La Haya-, Handke acusó a la OTAN de perpetrar, con los bombardeos de 1999 sobre Serbia, "un nuevo Auschwitz". Su identificación con el nacionalismo serbio le ha llevado a convertirse al cristianismo ortodoxo, mientras mantiene -ya a título póstumo- la tesis de la inocencia de Milosevic.

La tercera figura del cuadro necesita menos presentaciones. Atiende por José María Aznar López, es madrileño de la cosecha de 1953 y hombre de linaje y de convicciones inequívocamente derechistas. Líder máximo del Partido Popular desde 1990, presidió el Gobierno de España entre 1996 y 2004, y es todavía presidente de honor de su formación política. No estará de más recordar que fue partidario resuelto de las dos intervenciones militares norteamericanas en Irak, la de 1991 y la de 2003; que, con ocasión de esta última, estuvo junto a Bush en las Azores y puso con él los pies sobre la mesilla del rancho de Crawford. En cuanto a la ofensiva aérea de la OTAN contra el régimen serbio, se produjo bajo su mandato, y con activa participación de las Fuerzas Armadas españolas.

Y bien -se preguntarán ustedes-, ¿qué tienen en común los tres personajes cuyos retratos acabo de esbozar? ¿Qué puede unir al ex ministro francés izquierdista y antinorteamericano, al ex presidente español conservador y pro yanqui y a un escritor austriaco que gusta de ir a contracorriente? Al menos una cosa: en las últimas semanas, todos ellos han manifestado su firmísima oposición a la independencia de Kosovo. Los dos políticos lo han hecho en términos prácticamente idénticos, intercambiables. "La independencia de Kosovo minaría el equilibrio europeo" y conlleva "el riesgo de sembrar en Europa el germen de numerosas secesiones", ha escrito Chevénement, antes de preguntarse: "¿Hay que animar indefinidamente el fraccionamiento, las divisiones, el escisionismo, celebrar el establecimiento de nuevas fronteras?". Aznar, por su parte, advierte de que "es un grave error cambiar las fronteras; y sería además un precedente muy negativo en Europa reconocer un principio de libre determinación, como se quiere hacer en Kosovo. Es otro error que traerá consecuencias muy perniciosas en Europa". Handke, en cambio, ha recurrido al registro moral: "Los kosovares no merecen un Estado", y "Thaçi [Hasmin Thaçi, el primer ministro democráticamente elegido de Kosovo] es uno de los peores criminales de los Balcanes". Evaluación, esta última, de veras notable en boca de quien lleva 12 años exculpando a los Milosevic, Karadzic, Mladic y compañía...

Tal vez sea ya el momento de precisar que, a diferencia de cierto número de respetables compatriotas, no sufro en este momento ninguna fiebre kosovar, ni experimento ansia de emulación alguna ante el probable acceso de la antigua provincia autónoma yugoslava a la independencia. Pese a las abundantes desventuras que nos han asolado en 2007, me parece aún muchísimo más envidiable ser catalán que albano-kosovar, con toda franqueza. Lo cual no obsta para que me admiren las reacciones alarmistas, incluso histéricas, suscitadas por la eventual proclamación de soberanía de un territorio de 10.000 kilómetros cuadrados, con poco más de dos millones de habitantes.

El discurso político-mediático dominante suele pintar a los nacionalismos defensivos o reivindicativos siempre al acecho de modelos exteriores, de precedentes foráneos que imitar o a los que agarrarse: Quebec, Escocia, Flandes, Montenegro... Pero no es menos cierto lo contrario: el miedo de los nacionalismos hegemónicos, de los nacionalismos de Estado, a ejemplos externos que puedan legitimar dinámicas centrífugas dentro de su gran nación imaginada. A Chevènement le da igual si, sobre el solar de la antigua Yugoslavia, existen seis Estados independientes o siete; lo que le preocupa es Córcega y Nueva Caledonia. A Aznar, los entresijos balcánicos le son tan desconocidos como el planeta Marte; lo que le inquieta es Euskadi, y Cataluña, y esa "charca en la cual el nacionalismo quiere construir unas naciones al margen de España" (Abc, 26 de diciembre). Siendo así, ¿para qué dar patadas a Ibarretxe, Mas o Carod en el trasero de los pobres kosovares?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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