Nochevieja en Lipp
En términos literarios, la pérdida grande de 2007 ha sido, por supuesto, Julien Gracq, autor de dos obras de arte perfectas, Los ojos del bosque y El mar de las Sirtes; cierto que ya había hecho su trabajo, pero al irse deja el mundo más pobre. Sin embargo, en cuanto a gestos flippant, anécdotas graciosas y embustes gloriosos, el marqués de Bellver, José Luis de Vilallonga. Esta Nochevieja brindaremos por él, por lo que explicaré en el cuarto párrafo. Pese a algunos episodios poco lucidos de sus postrimerías, yo le sigo guardando gratitud por lo mucho que me han entretenido algunos de sus libros, como El gentilhombre europeo, Mi vida es una fiesta o el primer volumen de sus memorias. Y sus artículos siempre eran lo mejor de los periódicos donde se los iban publicando: no era lo menos divertido leer allí cómo se jactaba de su intimidad con bellas actrices y personajes del gran mundo que tenían en común la curiosa peculiaridad de estar muertos y no poder desmentirle. Aunque alguna habrá estado a punto de levantarse de la tumba y gritarle: "¡Mientes, José Luis, mientes!".
Mediados los años setenta, cuando De Vilallonga vino de su exilio más o menos dorado en París para pasar una temporada en Barcelona, se presentó en un banco, preguntó por el jefe de oficina y le pidió un préstamo cuantioso para disponer de "algún dinero de bolsillo" y afrontar las primeras cuentas del hotel Ritz, donde, naturalmente, se alojaba. El jefe de la oficina era el señor Sanchís, prototipo de bancario modesto y honesto; el señor Sanchís le negó el préstamo, le reprochó que incurriera en tantos gastos, le recomendó moderación y que se reconciliase con la familia y se alojase en el palacio familiar. En vez de enfadarse Vilallonga entró en razón, siguió sus consejos y además le tomó aprecio.
Hijo del bancario Sanchís era mi amigo Albert, literato, bohemio e impecune, que unos años más tarde se casó y viajó con su flamante esposa a París, donde la llevó a pasar la noche de fin de año en la famosa brasserie Lipp del Boulevard Saint-Germain. Con los modales soberbios propios de su cargo, el maître le adjudicó la única mesa que les había reservado, en un mezquino rincón, debajo de la escalera y junto a los lavabos. No era esto lo que Albert esperaba, pero se encogió de hombros filosóficamente y le dijo a su flamante esposa: "Bueno, por lo menos... es Nochevieja, te quiero mucho y esto es Lipp. Aquí venía Verlaine. Mira, aquéllos son Jacques Dutronc y Françoise Hardy. Aquel señor es Valery Giscard d'Estaing. Y ese que entra con un grupo de elegantes es José Luis de Vilallonga".
Al pasar a su lado, el marqués le percibió con el rabillo del ojo y se acercó a decirle: "Perdone, joven... se parece usted extraordinariamente a Sanchís, mi banquero en Barcelona". Informado de que, en efecto, era su hijo y de que aquella muchacha era su esposa y estaban celebrando la luna de miel, dijo: "Una idea excelente, pero ¿qué hacen en esta mesa ratonera?... ¿Cómo que las demás están ocupadas? ¡Gaston! ¡Gaston!". Acudió el maître, escuchó instrucciones, dio unas palmadas y al minuto se producía un zafarrancho de mesas y sillas en alto y manteles flotando y camareros apresurados, y de repente la joven pareja se encontraba instalada en el lugar más distinguido del salón y atendida por dos camareros solícitos. Minutos después aparecía el cubo de hielo con una botella de Veuve Clicquot, deferencia de "monsieur le marquis...", cuyo perfil de rapaz podían ver en una mesa lejana, ya olvidado de ellos, hablando por los codos. En el reloj de pared sonó la medianoche, la orquesta tocaba Stardust y el confeti caía incesantemente, mientras al otro lado de los cristales caía la nieve...
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