"El teatro es lo que me impide pegarme un tiro"
Cuando los rockeros de U2 buscaban escenario con personalidad propia para una sesión de fotos, encontraron la madrileña Casa Julio, bien arriba en la calle de la Madera, y la alquilaron. Ahora entra por la roja puerta Angélica Liddell, dramaturga, y como lo hace sin hacha ni escopeta, saludando sin insultar a nadie, tranquiliza. A Liddell, que hasta hace unos días representó con esas armas Perro muerto en tintorería en el Valle-Inclán, le gusta el lugar porque el barrio "no está devorado por las franquicias". Hay otras razones. El cocido de la casa, diminuta y con aires de remodelación pendiente, es famoso. La botella con la foto de Juanito, fino seco para un mito madridista, es el grial perdido. Y las porras, un vicio para una artista visceral, que fue niña crecida en cuartel militar, pasagorras en el Retiro y empleada en un parque de atracciones antes que estrella del Centro Dramático Nacional.
La dramaturga pasó la gorra y se cobijó del frío en el Prado antes de triunfar
Liddell, que protagoniza El Año de Ricardo, escribe obras como combates de boxeo, directas y al hígado. Provoca y acapara elogios. "Angélica Liddell es el teatro", resumió Luis María Ansón. A la artista, radical y nihilista, le sorprende: "Que él diga eso de mí es el exotismo puro". Para exótica, su vida. Para dramática, su infancia. Para entender su obra torturada, su biografía.
"Mi padre es militar y hemos hecho todo el itinerario: nací en Girona, nos fuimos a Valencia, a Burgos, a Madrid...", dice. "Crecer así es fatal. Vivía en campamentos militares y, en cuanto me establecía, me iba. Era algo delirante. No veía más que gente con uniforme y pistolas. Ese ambiente cuartelario, duro, más o menos violento... ¡vaya sitio para una niña!", añade mientras juega con Roque, el perro del local.
De la infancia de Liddell, que vio pasar en una grúa el coche destrozado de su padre y lo creyó muerto, que olió el humo de su casa incendiada, sobresalen pocos recuerdos positivos. Si acaso, un naranjo tras el cuartel. Y el fútbol. Sorbe el café y habla.
"Yo soy de la solidez, raulista y madridista", dice. "Fui al Bernabéu con mi abuelo, que nunca salía del pueblo. Vino con su camisa blanca de domingo, abotonada hasta arriba, con chaqueta de pana... era muy rojo y del Madrid, que me ha dado los momentos más dulces de mi vida".
Después, las amarguras de una carrera por despegar. "El año pasado hice cuatro funciones. Llevamos fracasando 15 años. El teatro, en el fondo, es fracasar: nada te asegura estabilidad. Siempre estás a punto de dejarlo, pero es lo único que me impide pegarme un tiro. En el teatro te expones, te haces vulnerable... me gusta", dice. "Estuve seis años en Port Aventura, haciendo un espectáculo de títeres vestida de china y otro con una faldita hawaiana. Así pagaba el alquiler. Hoy también trabajo para eso", añade. "Íbamos a salto de mata. Estuve un año en el Retiro contando cuentos y pasando la gorra. Había que levantarse a las siete. Dejábamos todos los trastos puestos, para que no nos los quitaran -las reglas de la calle no son nada románticas-, e íbamos al Museo del Prado para estar calentitos viendo cuadros".
Liddell, como la Alicia de Lewis Carroll, se calza su chupa de cuero y se despide con dos besos. Es un alivio, por comparación. Para sus espectadores tuvo una provocación escrita en una pared: "¿Quién es el hijo de puta que se atreve a matarme?".
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