El centro de nada
La incontestable voracidad de poder y dinero que domina las sociedades contemporáneas ha convertido la política en una obscena exhibición de cratofilia que tiene su punto álgido en las campañas electorales. Éstas, al igual que los partidos políticos, lejos de servir, como nos proponía Maurice Duverger, como aceleradores de la participación ciudadana, como soportes de la pedagogía colectiva, son casi siempre impúdicos ejercicios de falsificación y demagogia. Ante las elecciones españolas del próximo mes de marzo, los dos millones de votos todavía sin amo despiertan todos los apetitos y movilizan las voluntades e imaginaciones de cúpulas y militantes. En todas partes se invoca la fórmula mágica de la opción de centro y a ella se apuesta desde todas las esquinas del damero político.
Esa práctica de ocultación y neutralización propia del centrismo es hoy aún más perversa
Ahora bien para que el centro exista es necesario descalificar tanto a la derecha como a la izquierda y es evidente que la descalificación más efectiva es su desa-parición. Por lo demás, la actual apelación oportunista al centro político coincide con la tendencia general a una uniformización ideológica que excluye las posiciones más claras y combativas y conduce al consenso blanco y neutralizador, eje del tan proclamado pensamiento único. Pero liquidar las dos grandes polarizaciones del espectro político no es tarea fácil ni en la teoría ni en la realidad. La reflexión más aguda sobre este tema nos viene de Norberto Bobbio, quien en su libro Derecha e izquierda, Taurus, 1995, aboga por la imprescriptibilidad de su existencia y por la fecundidad de su antagonismo. La política, afirma Bobbio, es una actividad de combate indisociable de la contendencia, en la que se puede cambiar lo que se considera de izquierda o de derecha, pero lo que no cabe es querer conjugar sus antagonismos simultáneamente. Pensemos en una línea divisoria mayor: la igualdad. Frente a la concepción que sostiene que unos sirven para mandar y otros para ser mandados, la izquierda, aún admitiendo la relatividad de dicha categoría, toma pie en la justicia social y en la emancipación colectiva para defender que su primer objetivo es ofrecer a todos los miembros de la comunidad, las mismas posibilidades de progresar, de realizarse. Es más, piensa que la acción pública de los gobiernos, instancias regionales locales, debe implicarse en esa lucha contra la desigualdad. Contra la hipótesis centrista que lo confía todo al esfuerzo individual y a la creatividad de la sociedad civil, la izquierda revindica la solidaridad de todos con todos y denuncia el permanente recurso politicista al escapismo retórico, a las recetas verbales de vocación taumatúrgica. Que pueden hacer ilusión sobre el papel, pero que nunca acaban bien.
Aún tenemos coleando la Tercera Vía, cuya presentación no se pudo hacer a manos institucionalmente más eminentes que las del pensador oficial de la London School of Economics, Anthony Giddens, que era al mismo tiempo su director. Su anuncio de una socialdemocracia renovada más productora de riqueza a la par que más solidaria se ha traducido en el desalentador balance que nos resume Philippe Auclair en su libro El reino encantado de Tony Blair, Fayard, 2006. En él, las proezas del nuevo modelo centrista han aumentado considerablemente el paro, aunque oficialmente se oculte; la privatización ha acabado con el buen funcionamiento de los ferrocarriles británicos; la educación y la salud están al borde del caos, y la política de seguridad amenaza gravemente las libertades públicas.
La experiencia positiva que representó la Unión de Centro Democrático durante la transición y la conjunción por dilución de demócratas cristianos, liberales y socialdemócratas en un sólo partido fue posible por la condición misma de la operación que exigía borrar las diferencias, negar los antagonismos y ocultar sus causas. Para que Adolfo Suárez pudiera pasar, sin bajarse del coche, de la presidencia del Movimiento a la del primer Gobierno democrático de España, era necesario que se aceptase sepultar la memoria democrática.
Esa práctica de neutralización ocultación propia del centrismo y su ideología de que todo cabe en todo es hoy aún más perversa. Reclamar al mismo tiempo más beneficios y más derechos humanos, invocar la modernización como práctica curalotodo y empecinarse en la gestión conservadora, pedir más ventajas para la bolsa a la par que más solidaridad, glorificar el populismo y apelar a la afirmación individual, apuntarse al hedonismo y a la moralina, esas parejas imposibles, componentes de La ideología soft de que nos hablaba hace ya 20 años François-Bernard Huyghes (Fayard, 1987) agravan nuestra desmoralización porque son propuestas blandas que no convienen a nuestros tiempos broncos.
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