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Columna
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El lado oscuro

Voy por ejemplo en un taxi y si el taxista se entera de que soy novelista automáticamente dice: "Si yo le contara...", y de esta forma he tenido que escuchar de la gente más diversa historias tan truculentas que a veces habría preferido no oír. La humanidad piensa que el escritor puede ser un estupendo depositario de todo lo sórdido e inconfesable de la existencia, porque se le supone una capacidad de comprensión sin límites y sobre todo porque se da por supuesto que las propias vidas de los escritores se sostienen sobre desórdenes y extravagancias envidiables.

Por eso, a este ser para muchos privilegiado, ensalzado y machacado, nombrado y olvidado, leído e ignorado hasta la paranoia, no sólo no se le afea un pasado transgresor, maldito, marginal y cualquier suceso que otro trataría de borrar de su biografía, sino que es buscado y alentado porque en el fondo nos preguntamos qué nos puede contar, de esta vida sin sentido, alguien que no se haya arrastrado por el fango. Dicho de otro modo, nos caen bien los escritores alcohólicos: Edgar Allan Poe, Joseph Roth, Malcolm Lowry, Carson McCullers, John Cheever... y un largo etcétera que ocuparía varias páginas. La delincuencia, cárcel y cualquier modalidad de caída libre de Jean Genet. Los jueguecillos eróticos del Marqués de Sade, por no hablar de ese minucioso incesto de Anaïs Nin con su padre que hay que leer de reojo, (¿quién ha dicho que las escritoras son cursis?). La locura de Virginia Woolf o la desesperación suicida de Sylvia Plath sumándose a la nutrida lista de los Larra, Gabriel Ferrater, Horacio Quiroga, Cesare Pavese y unos cuantos escritores japoneses. Los monos literarios de William Burroughs o Irvine Welsh pasando por Aldous Huxley. A diferencia del atletismo o ciclismo, el dopaje del escritor es visto con simpatía ¿por qué...? no se sabe por qué. También confiamos en aquellos que proceden de familias desestructuradas, pobres o enloquecidas como el genial John Fante o Frank McCourt, a quienes sus parientes les han dado un maravilloso juego.

Y ha rendido lo suyo no tener un euro y haber tenido que alternar la biblioteca municipal con oficios de poca monta para ir arrancándole a la existencia toda su mala baba y su sabor, lo que nos parece un buen reflejo de democratización de la cultura.

Sea como sea, labrarse un pasado desgarrado cuesta lo suyo. Por eso a algunos literatos la impaciencia por vivir deprisa les ha consumido muy jóvenes. En cambio otros han tomado un atajo. ¿Para qué esperar? ¿Para qué gastar energía y sufrimiento en volverme completamente toxicómano, desperdiciar días y días en la cárcel y luego tener que rehabilitarme cuando puedo estar ya escribiendo esa mandanga en una novela autobiográfica que va a vender un millón de ejemplares?, pareció pensar el novelista estadounidense James Frey, cuya auténtica realidad resulta ser mucho más cómoda. Aunque el caso más bonito ha sido el de J. T. Leroy, que nos novela su cruda y rentable historia en varias entregas: chapero a los doce años, toxicómano más tarde, seropositivo después. Todo inventado. ¿Alguien da más? Pues sí, Leroy en realidad es una mujer.

Por supuesto la indignación ha sido general, pero la culpa la tienen los lectores que le piden a la ficción un certificado de realidad imposible de ofrecer al cien por cien.

Clara Sánchez (Guadalajara, 1955) publicará a primeros de año Presentimientos (Alfaguara).

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