Memoria de un hombre digno
Con las manos de Soledad apretando las suyas, sin una queja que alterara la compostura mantenida durante los meses que ha tenido que afrontar la verdad de saber que estaba empeñado en una lucha contra la muerte, así se ha ido, en la paz de los hombres buenos, Miguel Ángel Molinero.
Con las manos de Soledad apretando las suyas, sin una queja que alterara la compostura mantenida durante los meses que ha tenido que afrontar la verdad de saber que estaba empeñado en una lucha contra la muerte, así se ha ido, en la paz de los hombres buenos, Miguel Ángel Molinero. En un atril junto a su cama de hospital, una novela de Paul Auster y un ejemplar de Babelia. Sus últimas palabras, arrancadas con el mismo esfuerzo que su última sonrisa, disimulando todo lo inevitable, el anuncio de un comentario aplazado, imposible ya, sobre un novelista de relumbrón. En su despacho quedan dos novelas inéditas y en el paladar de los lectores de la buena poesía, sus dos libros, Venir de lejos y Tinieblas traidoras. Él me dejó, subrayado, un viejo ejemplar de El hacedor, donde Borges, al que entrevistó inteligentemente, deja escrito: "Quién, al andar por el crepúsculo o al trazar una fecha de su pasado, no sintió alguna vez que se había perdido una cosa infinita".
Miguel Ángel Molinero era un excelente periodista que recordaba con cariño sus inicios en Abc y Blanco y Negro. Nos lo llevamos, como subdirector, a la aventura de fundar un periódico en Bilbao, Tribuna Vasca, al que incorporó el trazo firme de sus editoriales y una dosis, a partes iguales, de prudencia y coraje. Tras la victoria del PSOE en 1982, logré convencerle para que me acompañara en la tarea de organizar la Oficina del Portavoz del Gobierno. Fue director general de Relaciones Informativas, pero, sobre todo, una referencia permanente de buen sentido, de lealtad a las ideas que había defendido desde los tiempos de clandestinidad, y de visión crítica, sin aspavientos ni desahogos hacia fuera, que pudieran ser interpretados y utilizados torticeramente. Siempre ha sido un hombre libre con ambiciones controladas. Un analista político de tanta perspicacia, tan sutil, que encontraba difícil acomodo en unos medios que parecían exigirle los gritos que un "caballero español" -me decía recientemente, ante un cordero asado de origen burgalés como él- no se puede permitir.
Tras su paso por distintos puestos de responsabilidad en RTVE, había terminado recalando en Alcorcón y hablaba con entusiasmo de su trabajo en los proyectos de comunicación y cultura en los que asesoraba a un Ayuntamiento con vocación de consolidar su carácter de gran ciudad. En pocos meses, me consta, generó allí el mismo clima de respeto y amistad que en cualquier otro de sus entornos profesionales. Grande, fuerte, inteligente y sensible. Insobornable. Sus amigos estamos hoy destrozados y necesitados de buscar el consuelo precisamente en esa mujer, Soledad, que retuvo sus manos más allá de la muerte.
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