La batalla de las aulas
Todas sus clases acababan en un motín de dudas. Era un tipo fornido como el bibliotecario de un convento de franciscanos, pero en el aula se comportaba como el sabueso de los Basquerville. Supongo que era la única manera de conseguir que aquella generación de beatniks gallegos aprendiésemos el imperativo categórico de Kant. Era un profesor formidable porque, a pesar de su escepticismo de perro viejo, se dejaba la piel en cada clase sin renunciar al humor. Jamás perdonaba un silogismo, pero sabía cómo acercarnos a las calles más oscuras de la filosofía con los métodos detectivescos del teniente Colombo. Así lo llamábamos por su desaliñada gabardina gris y por la manera que tenía de interrogarnos, guiñando un poco el ojo izquierdo, clavado ante la pizarra, con la voz cascada por los cigarrillos Ducados. Nadie se perdía sus clases ni con fiebre, pero su gran victoria fue el debate entre Heráclito y Parménides. Era un lunes después del patio y la clase estaba dividida a muerte entre el "todo fluye" y el "todo permanece". Admitir que dentro del pensamiento existe un pulso dialéctico no es fácil para unos chavales de 16 años, pero más difícil todavía es aceptar que el combate quede en tablas. Todos empezamos a ser adultos el día que comprendimos que, aunque Heráclito tenía razón, a Parménides tampoco le faltaba.
Ya no quedan muchos profesores que se tomen las clases tan en serio y al mismo tiempo con tanta alegría. A juzgar por los resultados del último informe PISA sobre educación, todos los profesores Colombo de este país han debido de largarse a Finlandia. Vale, ya sabemos que hay otras razones que explican la deserción en las aulas, pero el factor humano siempre es clave en las batallas importantes.
Hemos sabido remontar situaciones mucho peores. En 1931 nuestro índice de analfabetismo abarcaba casi a la mitad de la población y la República se gastó hasta lo que no tenía en cambiar esa realidad. En los primeros 10 meses se construyeron más escuelas que en todo un siglo antes. Se puede hablar de una auténtica cruzada contra la ignorancia. Toda una generación se implicó a fondo, levantando escuelas, repartiendo lápices y cuadernos, organizando sesiones de lectura, de teatro y de cine en los pueblos más apartados. Las llamadas Misiones Pedagógicas fueron la única religión de la República. Nunca este país se había volcado con tanto entusiasmo en ninguna iniciativa. De todas las escenas heroicas de nuestra historia esa es quizá la única que vale la pena salvar: la imagen de unos chavales muy jóvenes, casi niños, en medio de una era de trigo, con mesas y bancos improvisados, enseñando a leer y a escribir a rudos campesinos con las manos llenas de callos que nunca se las habían visto con un trozo de tiza. Nadie desertó en esa batalla, desde los poetas más comprometidos como Lorca o Salinas hasta el profesor más humilde del último pueblo perdido, del último rincón de Galicia, como el maestro anarquista que Fernando Fernán Gómez interpretó con infinita melancolía y ternura en La lengua de las mariposas.
En menos de cinco años la República logró colocar a España a la cabeza de los países más alfabetizados de Europa. Pues bien, eso es lo que hace falta ahora. La enseñanza es una profesión de riesgo: el combate entre Heráclito y Parménides debe volver a las aulas.
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