"¡Ha dado su última orden, capitán Bligh!"
La 'Bounty' de 'Rebelión a bordo' amarra en el puerto de Barcelona
El mundo no puede ir tan mal si un lunes te puedes escapar del trabajo para ir a acodarte en el puente de la Bounty. Si el día ha sido realmente difícil, tienes incluso la opción de poner cara de Marlon Brando y mascullar al primero que pase, pensando en tu jefe: "You bloody bastard... ¡Ha dado su última orden, capitán Bligh!".
La HMS Bounty, sinónimo de aventura y de motín, está en Barcelona, como lo oyen. No la original, claro, cuyos restos requemados yacen bajo el mar desde 1790 junto a la isla de Pitcairn, su postrer fondeadero, sino la preciosa réplica construida en 1960 -según los planos conservados por el almirantazgo británico- para Mutiny on the Bounty (1962), Rebelión a bordo, la versión protagonizada por Brando (como el amotinado teniente Fletcher) y Trevor Howard (en el papel del cruel capitán William Bligh).
Subir a bordo cuesta cinco euros, tres si te haces pasar por grumete
A medida que uno se aproxima al velero, anclado en el Moll de la Fusta, el corazón se va acelerando. Los tres palos se recortan contra el cielo del atardecer evocando un universo de lances peligrosos, singladuras osadas y mares exóticos (por no hablar de la rotunda Tarita Teriipia, Maimiti en el filme, la amante de Fletcher y que tras la película se casó con Brando -escribió luego Marlon, my love and my torment, memorias de elocuente título- ). Las ventanas del espejo de popa lanzan mil destellos reflejando el agua calma del puerto, en el que cientos de embarcaciones se mecen suavemente masticando su envidia. El nombre Bounty se clava en la retina con grandiosidad de cinemascope y te deja con el alma prístina de sesión doble envuelta en aroma de palomitas de maíz.
"¡Permiso para subir a bordo!". Son cinco euros, tres si te haces pasar por grumete. Inenarrable la impresión que produce pisar la cubierta. Dan ganas de zarpar, de fregar, de trepar al palo mayor, de amotinarse a la altura de Torfua, qué se yo. Maisie MacArthur (sic), marinera de cubierta, la única británica de una tripulación de 20 estadounidenses y canadienses, explica que permanecerán amarrados hasta el jueves, que este fin de semana (llegaron el viernes) han tenido 400 visitas y que están en una singladura que sigue la de la Bounty original y que culminará, si todo va bien, en la isla Pitcairn en diciembre de 2008. A la malintencionada pregunta de dónde está el capitán, simplemente sonríe y uno no puede sino imaginarlo achicando agua en un bote rumbo a Timor.
El barco está lleno de detalles interesantes: cuatro pequeños cañones (el diablo y O'Brian sabrán si se trata de carronadas), ¡el cofre de las armas! -¡ah, si el condestable Churchill no hubiera sido uno de los amotinados!-, el mascarón -una mujer elegante: la Bounty originalmente, antes de que la comprara la Armada para su misión científica en los mares del Sur, se llamaba Bethia-. En la gran cámara de popa, un tiesto con una planta remite al célebre "árbol del pan" -en realidad es un ficus- y un barrilete en el suelo pone una nota bucanera. "Is not rhum, sadly", apunta Maisie. Las cabinas de los oficiales son tan pequeñas que es difícil imaginar cómo habrán cabido Brando, sus 52 pares de pantalones y su ego. En el entrepuente, han situado una mesa para la venta de merchandising del bergantín (¿quién no cedería a la tentación de comprarse una gorra de la Bounty para navegar en el barco de su cuñado?). Plafones por todas partes ofrecen información sobre el velero: esta Bounty, 412 toneladas de desplazamiento, casco de roble americano, es 1/3 más grande que la auténtica, para meter las cámaras; también se la utilizó para La isla del tesoro, con Charlton Heston, y para Piratas del Caribe 2 y 3...
¿El enjaretado?, ¿the place of punishment? Allí, junto a la rueda del timón, tras el cabestrante. Es el sitio perfecto para acabar, mientras la tarde se incendia con la sangre del crepúsculo y las nubes trazan en el cielo el surco atroz del látigo de nueve colas.
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