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Reportaje:PURO TEATRO

Un poeta prevé su muerte

Marcos Ordóñez

Un radiante domingo de verano, en Granada, Lorca come con unos amigos que estrenan casa. Sirven una paella en el jardín. Todo relumbra: el mantel blanco, las paredes encaladas, el cielo sin una nube. Risas, chapoteos de niños en el río cercano. De repente, Lorca enmudece y comienza a sudar. Se levanta, tambaleándose, con la mirada perdida. Se lleva las manos al cuello. Se está asfixiando. Antes de desmayarse le oyen murmurar, como si hablara en sueños: "Hay que salir de aquí. Esto está lleno de muertos, muertos por todas partes". Días más tarde, el dueño de la casa descubre, en el registro de la propiedad, que estaban comiendo sobre el osario de un antiguo convento de dominicas. Lo cuenta Ian Gibson en su canónica Vida, pasión y muerte de García Lorca. También Dalí, compañero de aventuras pasionales y oníricas, descubrió a un niño muerto, oculto bajo varias capas de pintura, en El Ángelus de Millet. "Hay que excavar un túnel bajo la arena para extraer una fuerza oculta", afirma Lorca, programáticamente, en El público, escrito en Nueva York en 1929, el año del crash. Allí, víctima de otro crash anímico, resquebrajado de parte a parte, concibe -o "recibe"- sus visiones más terribles: El público, Así que pasen cinco años y, por supuesto, Poeta en Nueva York.

"Así que pasen cinco años", dice el Joven en la obra, "caeremos todos en un pozo profundo". Murió cinco años después

El 13 de julio de 1936, tras los asesinatos de Calvo Sotelo y el teniente Castillo, sigue contando Gibson, Lorca se despide de su amigo Rafael Martínez Nadal y le entrega el manuscrito de El público, diciéndole que lo destruya si le pasa algo. Caminan por las afueras de Madrid, por Puerta de Hierro. Está muy agitado, tembloroso. De nuevo, la visión: "Rafael, estos campos se van a llenar de muertos". Ha decidido, le dice, viajar a Granada para reunirse con su familia y celebrar el día de San Federico, el 18 de julio, en la Huerta de San Vicente. Martínez Nadal le acompaña a la estación de Atocha. En el pasillo del coche cama, Lorca se vuelve rápidamente de espaldas, agitando las dos manos con los índices y meñiques extendidos: "¡Lagarto, lagarto, lagarto!". Su amigo le pregunta qué le pasa: "Ese hombre, que no me vea. Le conozco, es un diputado por Granada. Un bicho, un gafe". Por esos días, Pura Ucelay ensaya en el Club Anfistora Así que pasen cinco años, que Lorca había definido como "un poema para ser silbado". Es la misma frase que utilizará Malcolm Lowry al referirse a Bajo el volcán, que acaba con su protagonista, el Cónsul, asesinado por los fascistas de Cuernavaca y arrojado a un barranco.

"Así que pasen cinco años", dice el Joven en la obra, "caeremos todos en un pozo profundo". Es imposible leer o escuchar esa frase sin un escalofrío. Gibson subraya la aterradora coincidencia profética de las fechas. El poeta comienza su "misterio del tiempo" en Nueva York, simultaneando su escritura con la de El público, y le pone punto final en Granada, el 19 de agosto de 1931. Muere exactamente cinco años después, el 19 de agosto de 1936. El "pozo profundo" es el barranco de Víznar y también, por supuesto, el abismo de la guerra. En el diálogo del Niño Muerto y la Gata Muerta, que esperan, entreteniendo la angustia, su propio entierro, una de las escenas más conmovedoras de todo el teatro español, es difícil no ver el rostro de Federico ("Me ataron las dos manos / ¡muy mal hecho!") comido por "el lagarto y la lagarta /con sus hijos pequeños, que son muchos". Al final, el Joven es abatido de un disparo en el corazón, un corazón de naipe, por los Tres Jugadores. Tres fueron sus asesinos: Ramón Ruiz Alonso, Juan Luis Trescastro y Luis García Alix. "Parece ser", señala Gibson, "que el poeta no murió enseguida, y que hubo que rematarlo con un tiro de gracia después de que se incorporase gritando: '¡Todavía estoy vivo!". Brota también, a la luz de ese dato, la voz del viejo cómico en Comedia sin título, cuando le dice al director: "Soy la Luna de Shakespeare. ¡Prueba a enterrarme y verás cómo salgo!". Como es sabido, Lorca no completó esa pieza, pero le contó a Margarita Xirgu que "el primer acto se desarrollaba en un teatro, el segundo en una morgue y el tercero en el cielo".

Ian Gibson, qué duda cabe, es el máximo rastreador de Lorca, el Super Detective, pero otro perdiguero (como él siempre ha reconocido) se le adelantó en la búsqueda. Era un escritor catalán, exiliado republicano, llamado Agustín Penón, que acabó adoptando la nacionalidad americana. William Layton, el gran maestro de actores, fue su mejor amigo. He leído que le conoció durante la Segunda Guerra, cuando Layton combatía en el cuerpo de marines. Penón fue el primero en hablarle a Layton de la figura de Lorca y de la Barraca. En 1955, Penón y Layton viajan a España. Penón consigue lo que parecía imposible: localizar, en plenísimo franquismo, al falangista Ruiz Alonso y hacerle reconocer su culpabilidad en la denuncia, detención y asesinato del poeta. En 1967, el joven Gibson llega a Granada y se presenta en el Instituto Balmes, donde todavía trabaja Ruiz Alonso. Le interroga, sin ambages, acerca de su participación en el crimen, y se topa por vez primera con la huella de su antecesor. "Es usted la segunda persona", replica Ruiz Alonso, "que se atreve a preguntarme por eso. El primero fue un mariquita americano". Agustín Penón ya había abandonado España y vivía en Costa Rica, donde murió en 1976. Es el mismo año, otra curiosa coincidencia de fechas, en que Ruiz Alonso marchó a Estados Unidos para instalarse en Las Vegas. Poco antes de su muerte, Penón envió a William Layton una maleta con todo el material de su investigación para que la llevase a Granada, a modo de homenaje póstumo. Material que, en 1990, editó Gibson bajo el título de Agustín Penón: diario de una búsqueda lorquiana (1955-1956). He añadido esta coda a la experiencia visionaria de Lorca porque cierra un círculo casi cabalístico: resuena una gran ironía última en el hecho de que los dos primeros "vengadores" del poeta fueran, justamente, un homosexual y un hombre de teatro.

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