El centro del mundo
Estaba allí, subido a la loma de césped, con cuatro cotorras en su brazo, como descubriéndoles a los que pasan dónde queda el centro del mundo. El fotógrafo Joan Guerrero, que se ha jubilado para poder trabajar sin descanso, me lo había dicho: "Andújar, vente al parque de Europa, que hay una crónica muy bonita". Y ahí, ya digo, estaba Florencio González encaramado, a sus 72 años, en un montículo de Parques y Jardines, en la parte de Santa Coloma de Gramenet que toca con el centro del universo y, por tanto, con el meollo de la felicidad. A Florencio González, viudo desde hace 17 años, obrero retirado, extremeño emigrante en Bilbao, en Alemania y en Barcelona, se le ve todas las mañanas en este parque, al que acude para pasear a sus cuatro cotorras verdes entre el ir y venir de los ancianos que pasean a sus nietos. Florencio González, que una vez, en Mollet, estuvo a punto de salir despedido de esta vida al caerse de un andamio ("mis compañeros pensaron que me mataba, iba tan pronto con la cabeza para abajo como con la cabeza para arriba, menos mal que me pude agarrar a un cable", explica), toma ahora el frío sol, el silencioso sol del invierno, llevando por delante, como el pastor de ovejas que fue su padre, el manso rebaño de sus pájaros: "¡Venga! ¡Ale, ale, ale! ¡Camiiina!". Florencio describe las cualidades de cada una de sus cotorras, y los otros jubilados que le rodean atienden a sus comentarios, abrigados en sus gorras y sus bufandas, con la cremalleras de las cazadoras subidas hasta el cuello y con una sonrisa cerrada de hombres que han aprendido a reírse de la vida sin hacer ruido. "Pocholo es el más fuerte; Paquito es muy arisco, le llamo y no viene; Pichurri es muy amiga de Pocholo, y a Bienvenida la cola se la terminé de arrancar yo cuando me la encontré, porque le quedaban cuatro plumas; pero en 15 días ya tiene una nueva". A Florencio también le acompañan en estos paseos sus dos perros, que se compró hace ahora 14 años, a lomos de los cuales se monta la cotorra Pocholo cuando él lo ordena sin la necesidad, sin la teatralidad, de apartarse el palillo de la comisura de la boca.
Florencio les ha enseñado, además, a abrir la jaula con el pico y a entrar y salir de ella. Cuando Florencio extiende un brazo para que las cotorras vuelen hasta él y se pongan en fila, parece un prestidigitador que sabe que no hay más magia que el amor a la vida. "He pasado fatigas muchas", se sincera Florencio hablando en Siglo de Oro cuando evoca los oficios que ha ejercido, los accidentes que ha sufrido, la mina de Bilbao, la chatarrería donde paleaba la escoria de los altos hornos, el centro extremeño en Dortmund (la capital del carbón y el acero en la cuenca del Ruhr), la pensión y la fábrica textil en Sant Adrià de Besòs...
A sus pájaros, Florencio González les alimenta cada noche con mijo, pipas, bizcocho desmigajado con agua. "Si tuviera que deshacerme de todos menos de uno, me quedaría con Pocholo. Y eso que es un asesino. Es más malo... Es un canalla", explica con gesto de hombre respetuoso que se ha dejado un bigote fino, como de artículo de lujo.
Un anciano, que lleva la bolsa de una farmacia, entra en la conversación: "Pues yo tengo una liebre en casa. Era muy pequeñita, salió de unas matas y la cogí". "¿Y le ha puesto nombre?", le pregunta Florencio. "¡Claro! ¡Bienvenida Reina!". Interviene un tercero: "El conejo se enseña mejor que la libre". Y Florencio añade: "La que no se amansa nunca es la ardilla", y en esto un hombre con sonotone y chaqueta de cuadros se entremete: "¿Cuándo hacen el amor las ardillas? ¡Los lunes!". Entonces Florencio y los demás jubilados sonríen con esa sonrisa callada de hombres que saben que el centro del mundo es un grano de arena.
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