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Columna
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Empresarios

Una de las grandes paradojas del país ha sido ésta: los gallegos han vivido sobre todo de la tierra, pero no ha sido por ella que se ha podido generar esa acumulación de capital que permite la formación de una burguesía. La fragmentación de unas tierras que en su origen eran de la Iglesia, en especial de las grandes órdenes monásticas, y de unos cuantos nobles absentistas, ha sido la causa de ello. El minifundio ha sido la maldición del país.

No sólo porque vivir de un pequeño pedazo de tierra obligaba a la emigración a todos aquellos que no querían ser condenados de por vida a una existencia de miseria sino también porque los foros, que sólo fueron redimidos en la segunda década del siglo XX, después de la agitación agrarista -el más poderoso movimiento social de la historia del país- crearon, en aquellos que los cobraban, una mentalidad de rentista. Todavía en el siglo XIX, ciertos burgueses que habían hecho dinero con el comercio y la industria aprovecharon la desamortización de Mendizábal para comprar foros y poder entregarse así a una vida de ocio de provincias, de bastón con empuñadura de plata y paseos por la calle Real.

Es posible encontrar los hilos de un poder fáctico con gran interlocución con el poder político

Esa mentalidad de rentista, cada vez más desvanecida, puede encontrarse aún hoy, si uno rasca un poco, en el código genético de un número no despreciable de gallegos. Vivir de rentas, como un viejo fidalgo, ha sido para muchos la imagen de la buena vida. Eso ha sido fatal para un país que, si no otra cosa, ha compartido con Portugal una cierta tendencia a la pasividad y al fatalismo. Ha faltado, entre tantas otras cosas que han faltado, espíritu burgués.

El mar. El mar y la emigración. Esas han sido las dos fuentes principales que han permitido hacer unas pesetas. De ahí ha venido el dinero. Claro que en las grandes sagas que protagonizaron el capitalismo local es fácil constatar orígenes no gallegos: catalanes, maragatos, cameranos... En la salazón de pescados y en las conservas, que constituyeron en su momento el núcleo de la industrialización gallega, los grandes nombres provenían de esas zonas. Las gentes del país parecían no tener know how, o el dinero, o la actitud.

Pero, con todo, es importante hacer constar que en Galicia también ha habido capitalismo. No todo han sido vacas y cerdos, como algunos parecen haber dado por descontado (lo digo sacándome el sombrero y con todo el respeto debido a ambas especies). Es lo que ha hecho Xoán Carmona al editar Empresarios de Galicia (Fundación Caixa Galicia, 2007), libro en el que pueden encontrarse las semblanzas, debidas a diferentes historiadores, de un puñado de capitalistas locales. De todas las biografías hay que destacar dos: la de Barrié de la Maza, que fue dueño de casi todo en A Coruña, y la de José Fernández, no el iniciador, pero sí el hombre que le dio una inflexión a un negocio que es reconocible en lo que dejó tras de sí sobre todo por dos nombres: Zeltia y Pescanova.

Pero lo que se echa en falta es el mapa del dinero de los últimos 40 años. Las verdaderas fortunas del país las tienen en su haber gentes que vienen de ninguna parte. Eso, que es un mérito para ellos, también nos da cuenta de la débil continuidad de las empresas, generalmente familiares: la historia de la sardinocracia viguesa ilustra este aspecto. No sólo Amancio Ortega o Rosalía Mera. También Jacinto Rey, Manuel Rodríguez, Adolfo Domínguez, Roberto Verino, Manuel Jove, Antonio Fontenla o José Manuel Cortizo, por citar sólo unos cuántos ejemplos, han hecho sus negocios casi de la nada, beneficiándose de un ciclo económico como no lo ha habido nunca -salvo quizás a comienzos del XX- entre nosotros.

En esos nombres, y en otros, más tradicionales como Santiago Rey, heredero de un periódico que viene de muy lejos, o Gómez Franqueira, continuador de la obra de su padre en Coren, o los directores generales de las caixas, José Luis Méndez y Julio Fernández Gayoso, es posible encontrar los hilos de un poder fáctico, de gran capacidad de interlocución con el poder político, que a veces queda oscurecido por la imagen de país de débil capitalismo de Galicia. Una imagen no tan real cuando se considera, como lo hace el economista Albino Prada, que Galicia, se mire como se mire y se mida como se mida, se encuentra entre los 36 países más ricos del mundo, en una escala de 174.

En realidad, Galicia tiene bastantes más posibilidades de las que se figura un cierto temor a la pobreza instalado en la profundidad basal del país, y que determina, por ejemplo, el hecho de que nuestra natalidad se encuentre entre las más bajas del mundo. Es cierto que la conciencia media del país, y también la de nuestras elites, las políticas como las económicas -y no digamos las culturales- está anclada en esquemas mentales obsoletos. ¿Cuánto tardaremos en deshacernos de ellos? Esa es la pregunta.

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