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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Mañana hará 25 años

Cuando se lee hoy tanto comentario sobre la transición a la democracia como un periodo de renuncia y claudicación, de desmemoria y amnesia, de silencio y ocultamiento, no se puede evitar la impresión de que se está hablando de otro tiempo y de otro lugar. Aquel fue, en verdad, un tiempo marcado por la incertidumbre y la improvisación, la movilización y el aprendizaje; un lugar cruzado de conflictos y luchas, de terrorismo y amagos de golpe. Todo el mundo estaba convencido de que, tras la muerte de Franco, las cosas no podían seguir como antes, pero nadie sabía con qué recursos contaba y hacia qué metas había que dirigir la acción.

Proyectar sobre aquellos años de ebullición y luchas, de expectativas y temores, la visión de que todo se hizo según los designios de la república imperial americana, o que todo sucedió de aquella manera porque los españoles, con el miedo en los huesos, se comportaron como una panda de simios desmemoriados, amedrentados, además de no explicar nada, lo confunde todo. Entre otras cosas, deja sin aclarar el hecho que marcó el fin de un periodo más turbulento de lo que ahora se recuerda: el abrumador triunfo del PSOE en las elecciones generales de octubre de 1982, de las que habría de salir el primer Gobierno íntegramente socialista de nuestra historia, mañana hará 25 años.

Ni era previsible que tal cosa sucediera, ni estaba escrito en ninguna pizarra, ni fue un camino de rosas. Las primeras lucubraciones, publicadas por eminentes politólogos, anunciaban una salida a la italiana, un a modo de compromiso histórico entre democracia cristiana y Partido Comunista, cuando no un retorno puro y simple a un sistema multipartidista polarizado como antesala del caos. No pasó ni una cosa ni la otra: del Estado católico no logró salir con vida un partido demócrata cristiano, y de la tenaz oposición comunista no pudo salir el partido hegemónico de la izquierda. En medio de esa doble impotencia, evidente la primera en las elecciones de 1977, y la segunda, desde las de 1979, creció un partido histórico, que había llegado exhausto al umbral de la transición, pero que -¿gracias a la memoria histórica, de la que, como dicen, fueron privados los españoles?- recuperó aliento y se transmutó en alternativa de gobierno.

Lo consiguió no porque así lo decretara alguna potencia maligna y exterior, sino por la serie de aciertos que marcaron su rápida marcha al poder. Entre otros: fundir en un solo partido el pulular de corrientes, grupos y convergencias socialistas; elaborar una estrategia de paulatinas "conquistas de parcelas de libertad"; sustituir viejas retóricas de la tradición marxista y revolucionaria por un lenguaje de democracia, y, sobre todo, ofrecer la imagen de un partido unido, sin fisuras, como decían sus nuevos y jóvenes dirigentes, un partido capaz de gobernar.

Si todo esto -organización, lenguaje, liderazgo- fue suficiente para crecer, no lo era todavía para ganar elecciones. Para eso hizo falta que el partido del Gobierno entrara, de la manera más suicida que pensar se pueda, en una carrera hacia su autodestrucción. UCD, el partido que no llegó a serlo, bajo un dirigente que no pudo sujetar a facciones enzarzadas en disputas internas, discutido por políticos expertos en el zancadilleo, comenzó a hacer agua por todas partes en medio de la peor crisis política de todo el periodo, cuando ETA se cobraba dos víctimas cada semana y los rumores de golpe estaban a la orden del día.

Con Alianza Popular cavilando aún sobre su futuro, sólo quedaba el PSOE. Y hacia el PSOE se encaminó un caudal extraordinario de votos. La tasa de participación fue la más alta de las registradas: el 80% del censo electoral frente al 68% de las anteriores. Los 18 millones de votos de 1979 pasaron a 21, de los que el PSOE recogió cerca de la mitad, 10,1 millones, dos de ellos procedentes de nuevos votantes, 1,2 transferidos de UCD y uno del PCE. Con esos diez millones de votos, el PSOE obtuvo por vez primera en su centenaria historia una cómoda mayoría parlamentaria.

Sostenido en esa mayoría y en un partido disciplinado, el nuevo Gobierno no deparó grandes sorpresas: todos hombres, con una media de edad en torno a los 40 años, muy ligado al presidente, muy convencido de una superioridad moral que se traducía en la seguridad de ser portador de una misión histórica: consolidar la democracia. Por fin, desde el comienzo de la transición, había un "Gobierno que gobierna", como gustaba decir Felipe González; un Gobierno producto de aquella azarosa transición, dispuesto a clausurarla y capaz -dicho quede en su honor- de rematar en cuatro años la tarea. -

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