El pueblo de Lorenzo, la ciudad de Raquel
Silva, que reedita sus tres libros ambientados en Getafe, contrasta sus recuerdos de adolescencia con los de una estudiante de 14 años
"¿Botellón? Eso no existía, o sí pero no tenía nombre: era irse al césped con una litrona. No lo he hecho mucho pero alguna vez, sí", dice el escritor Lorenzo Silva.
"Yo frecuento bastante los centros comerciales, con mis padres y con mis amigos", responde Raquel Holgado, estudiante de 3º de Educación Secundaria.
Entre el capicúa de los 41 años de Silva y los 14 de Raquel, el pueblo que era Getafe, al sur de Madrid, se ha convertido en una ciudad que ronda los 200.000 habitantes. Raquel y sus compañeros del colegio Divina Pastora acudieron ayer a la presentación de Trilogía de Getafe: tres historias protagonizadas por adolescentes, y escritas por Silva, que aparecieron como novelas separadas en 1997, 1998 y 2000, respectivamente, y que ahora la editorial Destino publica en un solo volumen. Al terminar el acto, autor y alumna se pusieron a comparar diferencias y vieron que dos vidas de un mismo municipio pueden cambiar mucho cuando distan 30 años de por medio.
"Yo era un joven pobre y tiraba mucho del cuento", dice Silva
Mañana de invierno, fría pero soleada, en el Cerro de Los Ángeles, uno de los lugares preferidos del escritor, que vive en Getafe con su familia. "Me gusta venir cuando no hay nadie y respirar", comenta el autor. A su lado, Raquel, un poco tímida al principio, con un discurso bastante maduro para su edad. Al fondo, una vista espléndida de Madrid coronada por la contaminación. "Da miedo, ¿no", murmura el escritor, que aún recuerda que en su infancia su calle estaba sin asfaltar, y era de tierra o lodo según la época. Por no haber no había ni hospital, y cuando su madre se puso de parto tuvo que salir corriendo al más próximo, al Gómez Ulla.
"Pues yo siempre me recuerdo viviendo en una ciudad, con su asfalto y sus atascos", interviene Raquel con cara de que a lo mejor le hubiera apetecido conocer otra cosa.
Las diferencias entre ambas infancias, y más aún adolescencias, son muchas. Y van saliendo. Como la cuestión drogas, que han pasado del hachís -"Había heroína, pero en otros ambientes", matiza Silva- a la cocaína y las pastillas.
"Yo era un adolescente pobre y me las apañaba viviendo mucho del cuento. Tiraba mucho de banco, de parque y de museo gratuito", sonríe Silva.
"¡Nosotros también somos mucho de estar en el parque o en los bancos de la calle Madrid [el tontódromo, como la conocen por aquí, la calle donde todo Getafe pasea]!", exclama Raquel con una sonrisa luminosa, quizás contenta de la primera coincidencia de la mañana.
Aunque la movilidad de Raquel es infinitamente mayor de lo que era la de Silva gracias a un invento llamado metro. "Nos vamos a El Bercial, al Parquesur de Leganés", enumera. Su paga de 10 euros mensuales le da para eso.
"¡Diez euros! A mí me daban 100 pesetas... Debe ser cosa de la inflación", bromea el autor.
"En serio, la diferencia radical está en Internet", prosigue él. "Yo de adolescente era afortunado porque manejaba un ordenador en mi instituto, que era una patata enorme con la que jugábamos y poco más, que se colgaba cada 15 minutos".
"Yo tengo ordenador propio, de mesa, en casa. Navego por Internet, veo vídeos de YouTube y hablo con mis amigos por el messenger. No me meto en chats por la gente y por miedo a los virus", afirma la chica.
En la infancia de Silva hubo cero compañeros de clase inmigrantes y dos en su barrio. Y no es metáfora, eran uno y dos, hermanos guineanos, hijos de militar y con nacionalidad española. Pero la diferencia los hacía ser famosos en 40 kilómetros a la redonda. Un 5% del alumnado de la Divina Pastora, el colegio concertado al que acude Raquel, es inmigrante y se concentra sobre todo en Primaria. En su barrio convive con muchos más, con distintos tonos de piel: un 10% de la población de Getafe es de origen extranjero. Abundan sobre todo rumanos, marroquíes, polacos y ecuatorianos.
Adolescente y adulto han ido descubriendo que tienen cosas en común: el gusto por la lectura, la inclinación por las letras. Respecto al futuro también hay abundancia de posturas comunes: contaminación, muchos coches, pocas zonas verdes.
"El centro urbano se expande, es cada vez más grande, y las fábricas se van yendo a las afueras. Donde yo vivo [en los alrededores de la Universidad Carlos III] era la fábrica de Pastas Gallo y ahora se ha quedado en una zona relativamente céntrica", apunta Raquel, que a estas alturas se ha soltado, ha descruzado las manos del pecho y charla cada vez más animada.
"Se ha perdido una oportunidad de hacer más parques y equipamientos comunitarios dentro del enorme desarrollo urbanístico. Es verdad que se han hecho cosas, pero se podían haber hecho más. Es verdad que ahora hay proyectos, pero podríamos haberlos realizado ya", asiente Lorenzo Silva.
"Yo para el futuro de mi ciudad pediría más zonas verdes, más parques donde las pandillas podamos estar relajadas".
"Creo que el reto está en transformar el crecimiento económico en crecimiento ciudadano. Getafe se ha desarrollado mucho pero eso tiene que fraguar en un desarrollo social, en una ciudad más humana, social, ciudadana", elabora su discurso el escritor, siempre con su sonrisa afable.
. De la novela Algún día, cuando pueda llevarte a Varsovia.
"No hay mejor vista de Madrid"
"(...) Justo en ese claro cabe todo Madrid, y todavía hay la altura suficiente para que la vista se te pierda en el horizonte. (...) Allí llevé a Andrés. Nos sentamos en el suelo y le invité a que admirase el espectáculo. Desde mi atalaya, Madrid no parece una ciudad demasiado grande. A la derecha es roja, toda de ladrillo, y lo único que sobresale es la aguja del Pirulí. A la izquierda también es de ladrillo, y el edificio más sobresaliente de esa parte es el hospital Gómez Ulla, una especie de caja de zapatos inmensa de color hueso. Más allá, se ve la mole oscura de la sierra. En el centro, por el contrario, es una ciudad más bien blanca, en la que destacan los edificios de la plaza de España y un pequeño cogollito de rascacielos. Siempre he creído que no hay mejor vista de Madrid (...) porque se ve toda la ciudad, con sus tres franjas, y al fondo la sierra, que es lo que hace grande y profundo el paisaje. (...) A menudo, la contaminación no deja ver nada, pero aquella tarde, como la víspera había habido mucho viento, la imagen era perfecta. Y encima (...) estaba aquel cielo azul intenso, salpicado de nubes de algodón. Andrés se quedó embobado, ostensiblemente.
-Me gusta Madrid -dijo, como si lo estuviera soñando.
-A mí también -reconocí.
-¿Y no preferirías vivir allí dentro?
-Pues no -contesté, con-vencida-. (...) No podría verla entera, como la veo desde aquí. Creerás que es una tontería, pero me parece, cuando la veo así, que es más mía que de quienes están allí ahora"
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