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Reportaje:DAGUERROTIPOS

Un grito en la noche

Louis-Ferdinand Céline consiguió salvarse "de la posteridad de los gusanos" con una obra al límite de lo humano

Manuel Vicent

En el famoso cuadro de Edvard Munch titulado El grito, un hombre invertebrado, en medio de un paisaje insonoro, lanza un alarido desde el fondo de su cerebro, que le obliga a taparse los oídos con las manos. Ese cuadro fue pintado en París en 1893, un año antes de que en un suburbio de la ciudad, en Courbevoie, naciera el escritor Louis-Ferdinand Destouches, conocido por el seudónimo de Céline, hijo de una tendera de bordados y de un agente de seguros aficionado a dibujar bailarinas. Este escritor recogió el grito demente lanzado desde un puente por ese personaje de Munch para llevar su eco hasta el fondo de la noche del siglo XX bajo su forma literaria y lo hizo en un viaje huyendo de sí mismo e invocando a la posteridad con un violento discurso a los gusanos.

El joven Céline participó en la guerra de 1914, alistado en caballería; se había metido alegremente en aquella carnicería sin ningún ideal, sólo por la emoción del azar, como quien juega a los dados contra los alemanes. Durante una descubierta en Ypres, a la que se presentó voluntario, una granada le hirió gravemente en un brazo y después de reventarle un tímpano, le dejó para siempre dentro del cráneo un zumbido, que a veces se convertía en un viento huracanado semejante a la locura. Por esa lesión le concedieron una medalla, pero un día se hartó de aquella monserga de cañones y sables, se hizo pasar por loco y desertó sin más, dando así por finalizada su vida heroica.

De momento el viento negro de su cabeza sólo le impulsó a viajar y a consumir mujeres, soñando en que fueran todas bailarinas, tal vez sacadas a través del subconsciente de los bocetos que pintaba su padre. En su primer viaje a Londres, en 1915, después de bañarse en la ciénaga de los bajos fondos, se casó con una camarera francesa, Suzanne Nebout, que apenas le duró un año y huyendo de ella o de sí mismo se largó al centro de África donde fue premiado con una malaria. Louis-Ferdinand Céline ya estaba maduro para captar el sabor inmundo de la vida e imbuido de pesimismo, de regreso a París estudió medicina y volvió a probar suerte: se casó con Edith Follet, la hija del director del colegio médico, con la que después de dos años fracasó de nuevo. Hasta ese momento había accionado muchas mujeres con las manos, pero ninguna bailaba.

Céline ejerció la medicina en un hospital para pobres de Clichy, suburbio de París, donde el futuro escritor se saciaba todos los días de gente enferma y desahuciada, una ruina física que aplicó a la moral del resto de los humanos, puesto que era la misma que había visto en Togo, Senegal y Nigeria en cuyas selvas se había adentrado como una rata que atraviesa una bolsa de inmundicia hasta alcanzar, como Conrad, el corazón de las tinieblas. Llegó a una conclusión: todos los hombres pobres son malos, pero cuando dejan de ser pobres tardan mucho tiempo en ser buenos. Para salir de la miseria espiritual seguía soñando con bailarinas de ballet, una obsesión que le obligaba a merodear por los alrededores del teatro de la Ópera en busca de fresca y transparente carne femenina y en el café de la Paix se cruzaba a veces con Albert Camus, que andaba metido en la misma cacería. Nunca se saludaron, pero lo sabían todo uno del otro y eran conscientes de la insalvable distancia que los separaba. Un día Albert Camus dijo: "Pese a todo, en el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio". En cambio, Céline a lo largo de su vida no encontró una sola razón que le permitiera redimir al hombre de su propio excremento. Desde el fondo de un nihilismo ciego creía que el hombre no tenía ningún derecho de existir. Siempre será un misterio que un tipo como éste no se suicidara. Lejos de pegarse un tiro, Céline se convirtió en un funcionario de la Sociedad de Naciones y en uno de sus viajes a Ginebra, en 1926, esta vez sí, conoció a una bailarina, la norteamericana Elizabeth Craig, que le llevó por todos los caminos del placer sin ahorrarle la calle de la amargura. A ella le dedicó El viaje al final de la noche, un alegato contra la humanidad, como lo fue El grito, de Munch.

Mientras esta pelirroja sensual, de ojos color cobalto, le zarandeaba el alma y la lanzaba desde la cima de la belleza hasta el fondo de todos los vicios, Céline escribía de forma convulsa su propia pesadilla. La perniciosa bailarina lo amaba y lo aborrecía al mismo tiempo, lo excitaba con juegos eróticos que realizaba en su presencia con otras amigas ambiguas en el apartamento de la Rue Lepic, lo veneraba, despreciaba sus escritos, a veces lo dejaba tirado y al final volvía a su lado como una hermosa perra a lamerle las rodillas. Para conjugar esta pasión destructiva con el zumbido de su cabeza Céline tuvo que romper el lenguaje y la sintaxis para arrojarse al vacío como un suicida desde lo alto de cada página. Cuando la bailarina un día lo dejó definitivamente para volver a Norteamérica, el escritor la siguió y para convencerla de que volviera a su lado se humilló como un perro e incluso escribió para ella un ballet y se tomó el trabajo de proponer el proyecto a un productor hebreo de Hollywood, quien nunca pudo imaginar el fuego que acababa de prender en el alma de este enamorado al rechazarlo.

La bailarina se perdió en el alcohol y un día de 1931 el editor Robert Denoël recibió un paquete sin remite que contenía el original de una novela. La gente de la editorial tardó algún tiempo en encontrar al autor y cuando por fin dio con él, Denoël se halló ante un tipo alto, de rostro lobuno, de pómulos marcados y jeta desdeñosa, que hablaba como escribía, con un tartamudeo colérico, un estilo nuevo que hizo estragos en las librerías. El viaje al final de la noche causó sensación por la ruptura desenfadada de las formas y por la atracción que ofrece siempre la estática de la maldad puesta al servicio de un arrebatado nihilismo. Era su propia experiencia vital escrita con la pluma llena de ira. La guerra, la selva, Norteamérica.

Pero el éxito unido al resentimiento forma siempre una carga muy explosiva. Al final de su noche Céline tomó un camino equivocado. El desdén de aquel hebreo lo llevó a un feroz antisemitismo panfletario y, metido ya en la charca, el viento oscuro de su cerebro le hizo apostar mal en la nueva partida de dados. Esta vez se puso de parte de los nazis. Después de la guerra tuvo que huir exiliado a Dinamarca, fue condenado a muerte, finalmente recibió la humillación de ser perdonado y murió en París, en 1961, en compañía de su última mujer, la escultora Lucette Destouches, rodeado con la estética del perdedor, aunque por una sola obra se había salvado de la posteridad de los gusanos.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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