Normas locas
Llegué al control de seguridad del aeropuerto, me quité el abrigo, la bufanda, el cinturón, la chaqueta, el reloj, el anillo de boda y los zapatos. Coloqué todo disciplinadamente en una bandeja roñosa y me puse a la cola, que era más larga de lo habitual. A los 10 minutos, apenas había avanzado medio metro. Yo tengo la suerte de ser un neurótico, por lo que iba con tiempo de sobra, pero la mayoría de los viajeros comenzó a mirar el reloj con impaciencia. Estirando un poco la cabeza, observé que a una mujer que había olvidado sacar el ordenador de la bolsa, la hicieron volver atrás y repetir toda la operación, incluido el trámite de calzarse las botas para volvérselas a descalzar, pobre.
Personalmente, gracias a mi neurosis, estaba tranquilo, pues mi vuelo no salía hasta al cabo de tres horas, y eso en el caso de que fuera puntual, lo que no es corriente. Me dediqué, pues, a contemplar la enorme variedad de esa rara combinación de biología y conciencia que formamos los seres humanos. Al principio tuve la impresión de que había más biología que conciencia, pero a la media hora de hacer cola, percibí más conciencia que biología. La gente comenzó a protestar en voz baja, con un poco de miedo, pues los aeropuertos han devenido en lugares peligrosísimos. Más de uno y más de dos están en la cárcel por hacer chistes sobre la seguridad. A los 35 minutos, cuando se hizo patente que hasta los neuróticos perderíamos el avión, apareció un guardia civil al que observé realizando discretas gestiones junto al control. Me acerqué y le escuché preguntar qué ocurría, a lo que un sujeto de uniforme respondió que había un loco cumpliendo las normas. El guardia civil se acercó al loco, le dijo que se tomara un descanso y puso en su lugar a una persona normal, sin escrúpulos. En dos minutos estábamos todos en el otro lado.
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