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Columna
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Los idealistas de siempre

A consecuencia del asesinato del adolescente antifascista Carlos Javier Palomino y al hilo de las posteriores manifestaciones de condena y de los reeditados enfrentamientos callejeros entre grupos opuestos, algunos columnistas y tertulianos maduros se han preguntado a qué se refieren hoy en día los jóvenes (y muy jóvenes, como la víctima de Legazpi) cuando dicen fascismo; a qué clase, al menos, de fascismo, se remiten para liarse la manta palestina a la cabeza y tirarse a la calle, acaso a los brazos armados de la muerte. Para fascismo, el nuestro, parecen pensar, el que nosotros conocimos y sufrimos, contra el que nosotros luchamos a trenca descubierta. No esta panacea democrática.

No se puede empujar la puerta abatible de la juventud si no se es idealista

En parte, por supuesto, tienen razón. En parte, claro, no. Si bien ya no hay, como hubo en su juventud, un fascista en el poder, tampoco debe de ser casualidad que el déjà vu que sienten los maduros coincida con la visita a España del ex líder del Ku Klux Klan, que se llama David y vino a promocionar su libro Supremacismo judío. Quizá, por otra parte, haya que ser un joven de barrio y que algunos de tus colegas sean inmigrantes o maricas para conocer a esos otros y saber cómo se las gastan, los neonazis que campan por la Red trayendo de la mano al monstruo del capirote, y merodean después por los parques en manadas feroces, acechando a sus virtuales enemigos, con el cerebro encendido por un odio absurdo que lo derrite hasta la punta de sus botas, acosándolos por los patios de los institutos, dándoles palizas junto al borde gris de las canchas municipales. A lo peor eso que anda por ahí es nuestro déjà vu.

Y los que hemos visto enfrentarlo son los idealistas. Es un aspecto difícil de manejar a partir de cierta edad, cuando la lectura del libro naturalista del mundo y de la propia biografía va dejando un poso pegajoso que, paradójicamente, engancha a la vida con esa turbia disposición que da en llamarse realismo: esa molestia que queda en los labios después de la miel. Pero no se puede ser adolescente, no se puede empujar la puerta abatible de la juventud, si no se es idealista. Personalmente, y porque ya no parezco una adolescente y a estas alturas esa puerta me ha dado en las narices varios golpes que tacharía si pudiera de extemporáneos, recuerdo cuando volvía del colegio en el bus 16. Hacía todo el recorrido de la línea, Chamartín-Moncloa, y sabía que cada tarde, al bajarme en la última parada, apoyado en la esquina de la calle de Fernando el Católico, estaría él. Yo solía llevar mi kaiku azul marino, una de esas chaquetas típicas vascas que no me quitaba jamás porque me la había traído de Euskadi la persona que amaba. Supongo que llevaba prendida alguna chapa del Che. En mi carpeta, pegatinas del PCE y de la bandera gallega. No es que fuera del PCE, sino que iba a las fiestas de la Casa de Campo, ni siquiera era gallega, sino que veraneaba en Sada y me sabía de memoria, con un orgullo entre seudopolítico y seudopolíglota, el himno Os pinos (¿Qué din os rumorosos / na costa verdecente / ao raio transparente / do prácido luar?...). Era una idealista. El que me esperaba en la esquina llevaba una bomber con la cruz gamada y la bandera de España, aunque calzaba unos mocasines Sebago que en él parecían aún más ridículos. Era uno de los guerrilleros de Cristo Rey de mi barrio, y la tenía tomada conmigo. Aquel fascista me seguía todos los días hasta el portal de mi casa, en la calle de Isaac Peral, repitiendo a mi espalda insultos y amenazas. No los repito porque se pueden imaginar. Debían de ser de la misma naturaleza que los de ahora.

El caso es que los fascistas siguen siendo igual, y los antifascistas mantienen, para alivio de nuestro maduro realismo, un joven idealismo. Pero hay algo más, que subyace a su impulso adolescente, una nueva forma de fascismo que va más allá de la amenaza nazi, españolista o racista. Hay una suerte de fundamentalismo de mercado que agrede sus expectativas y exalta su desesperación.

La otra tarde me visitó un amigo que tiene 25 años. Un mileurista, cuando las cosas le van bien. Lleva meses buscando con un compañero un piso para alquilar. No encuentran ninguno que baje de los 1.000 euros y en el que quepan los dos. Estuvimos un buen rato en Internet y lo comprobé. Cuando nos despedíamos, me dijo con cierta resignada compunción: "Dan ganas de okupar".

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