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Columna
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Las calles de los muertos

Suele repetirse una anécdota de Julio Camba, aquel escritor y periodista extraordinario cuyos artículos, según Antonio Muñoz Molina, más que leerse se podían beber, según la cual al comunicarle una solemne comisión municipal que el Ayuntamiento de Madrid había decidido ponerle una calle, exclamó: "¿Una calle? ¡Pero si yo lo que necesito es un piso!". No es de extrañar ni entonces ni ahora, más si eres el autor de un libro titulado Aventuras de una peseta, que hoy en día podría traducirse, aproximadamente, como "Aventuras de 0,006 céntimos de euro", lo cual explica lo que se ha encarecido la vida.

Juan Urbano había buscado durante años las obras de Camba en los puestos de la Cuesta de Moyano, en el Rastro y en las casetas de la Feria del Libro Antiguo del paseo de Recoletos, y así había llegado a leer Sobre casi todo, Sobre casi nada, La casa de Lúpulo o el arte de comer o Millones al horno, y sabía que aunque el autor de Esto, lo otro y lo de más allá era gallego y como corresponsal de prensa vivió en Estambul, París, Londres o Berlín, de donde más había sido era de Madrid, la ciudad de la que fue cronista y en la que murió, en 1962, según se afirma justo después de pronunciar la frase: "La vida es bella, pero dura poco". ¿Se le ocurre a alguien mejor resumen?

Qué bonito sería que los poetas Ángel González o Caballero Bonald viviesen en su propia calle Vicente Aleixandre se llevó un disgusto cuando su calle dejó de llamarse Velintonia

Julio Camba tiene en Madrid una calle que va a dar a la calle de Alcalá, ni más ni menos, pero si viviera hoy no la tendría, porque por razones que a Juan Urbano se le escapan, en nuestra ciudad hay una ley un poco tétrica según la cual no se puede tener calle, plaza o avenida hasta después de muerto, aunque al parecer se contempla la remota posibilidad de que en ocasiones excepcionales sí fuera posible, cosa que no suele pasar, porque que algo sea a la vez excepcional y posible es tan raro que Juan sólo lo había visto una vez en su vida, reunido en su chica capicúa a la que tanto quiere. "Pero esa ley..., qué raro y por qué", se dijo, después de leer en el diario que el actor Fernando Fernán-Gómez ya iba a tener un parque y un centro cultural en Algete. Por lo que había oído, en Madrid también se le puede poner tu nombre sin problemas a un centro cultural o polideportivo, por ejemplo, pero no a una vía pública, salvo que ya estés en el otro mundo, con lo cual parece que dejas sitio en éste para la gratitud, o la admiración.

Una pena, en realidad, porque ¿se imaginan qué bonito sería que, no sé, que los poetas Ángel González o Caballero Bonald viviesen en su propia calle, como hacía Vicente Aleixandre, aunque en su caso se llevó un disgusto cuando la calle dejó de llamarse Velintonia para llamarse él, si me permiten? En otros lugares uno sí puede tener calle mientras aún puede pasear por ella, lo cual incluye algunas ventajas: en una ocasión en que otro maestro de la generación del 50, el poeta Francisco Brines, conducía por su pueblo, Oliva, en Valencia, iba a tan poca velocidad y dando tales bandazos, que le detuvo un policía. La verdad es que Brines no había bebido, ni nada que se le parezca: simplemente es así de mal conductor, cosa con la que están de acuerdo las mil abolladuras de su coche pero que él niega. El policía empezó a interrogarlo y tal vez le hubiera puesto una multa si no hubiera sido porque al pedirle la documentación vio que aquel hombre al que acababa de parar en la avenida de Francisco Brines era Francisco Brines.

Juan se fue a trabajar con la esperanza de que ahora que la modesta Ley de la Memoria Histórica se abre paso entre tantas amenazas y tantos miedos y, por fin, parece que todos los nombres de dictadores y secuaces de dictadores por lo civil, lo militar o lo eclesiástico iban a ser eliminados de nuestros mapas, la otra norma, la que impide que los vivos puedan vivir en sus propias calles y nosotros tengamos el placer de cruzarnos con ellos, desaparezca también. Un gran negocio, cambiar a un general muerto por un poeta vivo, ¿no creen?

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