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Columna
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Contrarrevolución

Entre los muchos personajes en busca de autor que corren hoy en día por estas tierras, está el caso, no sé si instructivo o lo contrario, del antiguo militante de extrema izquierda que en su día se pasó a la derecha con armas y bagajes. Una decisión que sin duda requiere convencimiento, coherencia y valor, por más que los motivos que impulsaron el cambio, si se hizo con honradez y no por intereses bastardos, sean comprensibles: después de tantas décadas de agitación, llegó un momento en que los movimientos revolucionarios que propugnaban la destrucción del sistema tuvieron que reconocer por fuerza que las masas, en cuyo beneficio venían actuando, estaban hartas de experimentos utópicos, a menudo sangrientos y siempre desastrosos, y sólo querían un mínimo de estabilidad que les permitiera trabajar y vivir en paz, al calorcito que irradia la prosperidad, asumiendo con resignación las desigualdades, las contradicciones y las engañifas.

Pero he aquí que cuando esos partidarios de la revolución claudicaron de sus ideales y se pasaron al bando contrario buscando la sensatez, la ley y el orden, se encontraron con un conservadurismo soliviantado, una carcunda dispuesta, como Sansón, a derribar el templo aunque se le viniera el techo encima, y un estamento clerical que llamaba a las beatas a las barricadas. Ni siquiera la corona real está firme. Voto a bríos. De las armas y bagajes que traían, sólo les interesaban las armas. Y esto cuando la izquierda, corroída por la mala conciencia, sometida a una permanente autocrítica, inhibida de toda acción que no fuera pacificadora, comprensiva y tolerante, sólo busca la comprensión de su enemigo ancestral.

Bromas del destino o confirmación de una ley histórica, según la cual la revolución devora a sus hijos, pero la contrarrevolución también, y con el mismo apetito.

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