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Columna
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En el salón no se juega...

La empresa de muebles Ikea hace siempre anuncios muy buenos. Recuerdo ese cuyo eslogan decía: "Redecora tu vida". Consiguió tal impacto que la empresa acabó convirtiéndose, a lo mejor sin querer, en la catedral del divorciado. Y lo sigue siendo. Ya está establecido que cuando uno se separa y tiene que comprar el nuevo ajuar y el nuevo mobiliario de diseño, pero a buen precio, se dirige allí. Lo ha hecho incluso la infanta Elena, que es una persona poco susceptible de sufrir ahogos económicos o de depender de la pensión de su ex (su "ex temporal", por supuesto). Estos días la hemos visto en las revistas llevando en la mano esa bolsa marrón de la tienda sueca.

Pero no sólo de separados vive Ikea, y supongo que es por eso que, ahora, sus creativos han ideado un anuncio dirigido a otro sector: la familia campechana. La familia no peripuesta, la que no sale en las revistas de decoración, vamos. Una vez más, el anuncio es muy llamativo. Una voz masculina tratada con sonido telefónico, sin graves ni agudos -dice mi asesor de audio que estará en una frecuencia promedio de 7.000 hercios- canta. La letra de la canción, más o menos, reza: "Esto no se toca, en el salón no se juega...". Mientras suena, nos muestran a distintos miembros de distintas familias -en especial, niños- haciendo todo lo contrario. Creo que uno pone los pies en el sofá y que otro está emparedado con sus almohadones... La idea de la canción me recuerda, con todas sus diferencias, a aquella de Serrat que decía: "Niño, deja ya de joder con la pelota... Niño, que esto no se hace, que esto no se dice, que esto no se toca...".

Vivíamos en un mundo donde no se permitía nada. Ahora se anuncia el desorden de todas las acciones

Pero, sinceramente, cuando veo el anuncio me pongo nerviosa. El desorden de todas las acciones me perturba. Ver a ese niño bajo los cojines del sofá me hace sentir violenta (violenta teórica, pero violenta). Me imagino que ese ser humano infantil y ese sofá son míos y sufro por todo lo que tendré que recoger hasta que el susodicho ser humano infantil cumpla los 18 años y tenga edad legal para que yo pueda echarle de casa.

Pero, en el mundo en que vivimos, prohibirle a un niño poner los pies en el sofá parece facha y permitírselo, por el contrario, parece amoroso. Por supuesto, en mi vetusta niñez hacer algo así me hubiese valido un sopapo. El tresillo de casa tenía una funda que sacábamos sólo si teníamos "un compromiso". Jugar en el salón no estaba permitido, porque el salón sólo se abría para las visitas. Nosotros hacíamos vida en la cocina. Vivíamos en un mundo de mayores. Y nos aburríamos, porque los mayores hablaban de lo suyo y a nosotros nos tocaba callar. Jamás interrumpíamos. Los vecinos no terminaban de irse nunca. Había que ir a misa, y a la hora de comer no podíamos movernos de la mesa hasta que los mayores hubiesen terminado. Escuché cientos de veces la frase: "Quan els grans parlen, els petits callen".

Si mis padres, abuelos, hermanos o profesores hubiesen visto entonces el anuncio de Ikea no lo habrían entendido. Ni yo. Y no digo que aquello estuviese bien, al contrario. Pero sí digo que entre aquello y lo de ahora tal vez hay un término medio. Y sí digo también, aunque me duela, que aquel orden marcial y aquel aburrimiento para mí fueron un regalo. No tuve más remedio que aficionarme a la lectura.

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