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OPINIÓN | DON DE GENTES
Columna
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Razones para quererlo

Elvira Lindo

Se me saltaron las lágrimas. Yo, que no lloré cuando murió, porque estaba en Nueva York y allí su muerte se diluyó en la irrealidad de otra vida, me sorprendí a mí misma emocionada, dos años más tarde, al ver una imagen suya, de niño, en un libro de Alfonso. "El periodista don Eduardo Haro", dice el pie de foto, "y su hijo". Su hijo, el que sería luego Haro Tecglen. Una criatura de unos siete años, aún inocente de sí mismo, aún libre de su propia peripecia. Creo que en ese momento olvidé algunas de nuestras diferencias, me libré de su sarcasmo hiriente y se quedó reinando en mi corazón lo más valioso de la que fue, estoy segura, una amistad: las mañanas en la radio, su devoción por aquel Manolito que escuchaba con su hija Yamila, algunas cenas en Casa Perico. Verlo en aquella foto de los años treinta, tan vulnerable como cualquier niño, me hizo presentir aquella otra parte de la vida que arrastran todos aquellos que fueron criaturas de posguerra. El temible Haro era un hombre al que ibas a matar, pero al que finalmente no matabas porque de pronto él mismo anulaba la tensión que había provocado con una manifestación de afecto. De aquellas cenas nació otra amistad. Haro, o el tío Eduardo, como yo le llamaba, nos trajo a la mesa a sus dos mejores amigos, Emma y Fernando. El mejor regalo que nos hizo el columnista. Yo, a Fernando lo había adorado desde niña. Respiraba su gracia en las viejas comedias, y en mis shows caseros de niña cómica imitaba su voz repitiendo los diálogos de una película que me fascinaba: Adiós, Mimí Pompón. Tanto debí de estirar la gracia que en mi casa me acabaron llamando Mimí. Luego lo he adorado por muchas razones, algunas están a la vista de todo el mundo. En eso pienso ahora, cuando, como tantos otros, espero mi turno para leer un poema suyo en el teatro Español. El tango Caminito de fondo, el cuerpo del hombre que fue Fernando en el centro del escenario y los suspiros de los cómicos a modo de oración laica. Pienso en mis razones para quererlo, que compartiré, seguro, con muchos lectores:

La voz, esa voz con la que leyó el prólogo del 'Quijote' una noche en la Residencia de Estudiantes
Su talento para escribir diálogos, su talento para decirlos; su falta de pudor para hablar del fracaso

La voz, esa voz con la que leyó el prólogo del Quijote una noche en la Residencia de Estudiantes; la voz que leía en un audiolibro El viaje a ninguna parte y con la que mi hijo se dormía cuando era chico; la voz atemorizante y la voz tiernísima de alguna madrugada en su casa; los ojos azules, grandes, los ojos que daban susto y los ojos que daban abrigo, ojos de hombre joven y sexual, a pesar de los años; su pelo, pelirrojo en un país sin pelirrojos; su rareza física, que le hizo muy atractivo para las mujeres, aunque él coqueteara con la idea de haber sido un hombre feo; su conversación, esas extravagantes afirmaciones que desgrana en la película de Trueba y Alegre, y que te hacen desear que ese hombre siga contando; su falta de impostura, algo que deberíamos aprender todos los que hablamos públicamente, pero más los nuevos cómicos, los de ahora, esos de fama excesiva que sin haber aprendido a actuar en el cine actúan desmedidamente en la vida real; su amor por la pronunciación, por decir los diálogos para que el público los entendiera, al contrario de ese balbuceo naturalista tan en boga; su amor a la libertad individual, la que le fue concedida gracias a vivir en un mundo de cómicos; su voluntad de ser un hombre formado; la entrega a su oficio, como si fuera un carpintero bien disciplinado que se levanta por las mañanas y hace una mesa, una silla, lo que toque; su escasa propensión a hacerse el gracioso, a pesar de ser el centro de las reuniones; la irritación que le producía la estupidez; su pelo, que parecía fosforescente; la fidelidad a sus amigos; la necesidad de que le tomaran en serio siendo un cómico entre los intelectuales y un intelectual entre los cómicos; la compasión con la que retrató a los cómicos de la legua; la admiración con la que se le oía hablar de sus compañeros (no es algo tan habitual); el rechazo a ese desprecio que practican los ignorantes; su amor por un lujo de porche con columnas; sus preocupaciones económicas de niño pobre; su amor por las mujeres; su talento para escribir diálogos, su talento para decirlos; su falta de pudor para hablar del fracaso; la reivindicación furiosa de que se le tuviera respeto en esta época en la que cualquier imbécil se te sube a la chepa; su forma de escribir, clara, precisa y sentimental; su falta de pretenciosidad; la inseguridad con la que entró en una Academia en la que otros ingresan tan sobrados. La inteligencia. La sonrisa avergonzada que le provocaban comentarios como el de Emma Penella, que en la cena en su honor que le brindó la Academia de Cine le dijo algo así como: "Fernando, Dios te ha dado muchos dones, todo lo haces bien; pero, hijo mío, qué carácter tienes". El hechizo que provocaba su presencia, el que provocó en mi hijo. El niño se quedó mirándolo toda una noche porque aquel hombre no era real, parecía sacado de un cuento. Y a esa magia contribuía la mujer que añadió encanto a su encanto, Emma Cohen. En eso pienso mientras la veo, a Emma, con la sonrisa de los tristes, colocarme en el atril las hojas del poema que voy a leer de Fernando, como si con esa pequeña tarea pudiera borrar el hecho tremendo, la muerte. -

Fernando Fernán-Gómez, en marzo de 2006.
Fernando Fernán-Gómez, en marzo de 2006.AFP

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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