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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Una honda exigencia

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- Estoy viendo las fotografías de Rajastán que se expondrán, a partir del jueves 29, en la Fundación Vila Casas de la calle de Ausiàs Marc. Creo razonable sospechar que nadie en el colegio de los Maristas en el que estudiamos, nadie en aquellos días que Carlos Barral calificara de años de penitencia, pudo llegar a pensar, ni siquiera soñar, que el alumno Tito Dalmau quedaría un día fascinado por la India y muy especialmente por el Estado de Rajastán. En aquellos años, nadie iba muy lejos, y la India quedaba para nosotros más lejos que la lejanía. Ajeno a su futura pasión, recuerdo que Dalmau pasó el invierno de 1963 -así quedó documentado en la agenda que me servía de dietario- ganándonos a todos al ajedrez.

Viendo las fotografías hindúes, tengo la impresión de que -tal como le sucede a mi admirada Consuelo Bautista en sus imágenes sobre el mundo de la inmigración en cayucos hacia Europa- Dalmau aspira siempre como fotógrafo a borrarse, a volverse invisible detrás de la cámara. Cuando capta algo, apenas quiere estar ahí, y más bien se diría que desea desaparecer y que no haya interferencias, para que así sólo exista la imagen. Pero no hay duda de que en ocasiones eclipsarse es una exigencia que nunca verá cumplida del todo, porque siempre habrá paisajes o seres fotografiados y, como es obvio, éstos exigirán, por tímida que sea, una presencia al otro lado de la cámara. En cualquier caso, pienso que a Dalmau tanto afán de invisibilidad no tiene por qué resultarle conflictivo; es más, intuyo que de esa tímida tensión surge precisamente su maestría fotográfica.

A mí me parece que siempre ha existido en aquel implacable jugador de ajedrez un gusto por atender, hasta en lo más aparentemente trivial -el vestuario cotidiano, su bastón de ahora, la pulcritud y el orden de su pupitre en el aula marista-, las más notables exigencias estéticas. Eso digamos que ha sido siempre innato en él, le viene de lejos. De cerca, paradójicamente, le viene la lejana India. Tan de cerca como le miran sus fotografiados en esta exposición cuyo título general es Rajastán. Esta proximidad trae como consecuencia que sus arraigadas concepciones artísticas den paso en él, casi instintivamente (tal vez también por eso quiera a veces difuminarse), a una ética que surge casi de la exigencia misma de los retratados.

Y es que, al igual que me sucede con las de Consuelo Bautista, las imágenes de Dalmau ilustran a la perfección la bella teoría de Giorgio Agamben según la cual en las fotografías verdaderamente hermosas se cuela de rondón siempre una curiosa, honda exigencia: el sujeto o sujetos capturados en la foto exigen algo de nosotros. Agamben dice que le gusta especialmente el concepto de exigencia, "que no hay que confundir con una necesidad factual". Para él, incluso si la persona fotografiada estuviera hoy del todo olvidada, incluso si su nombre estuviera borrado para siempre de la memoria de los hombres, incluso a pesar de todo eso -o, quizá, precisamente por todo ello- esa persona, ese rostro exige su nombre, exige no ser olvidado.

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- Ante alguna de las fotos hindúes, he sentido el impulso de desviar la mirada cuando he creído ser mirado por las personas retratadas. Concretamente, en una de ellas -una imagen en la que predomina el amarillo y hay cinco personas de una cierta edad-, me he encontrado con el vivo retrato de un hindú sin nombre, un viejo que lleva pintura roja en la frente y, excepto los ojos, el resto del rostro velado. Si no fuera porque es improbable, afirmaría ahora mismo que es el viejo hindú que hace años, en un antiguo claustro templario de las afueras de la ciudad de Soria, me traspasó con una sola mirada y luego salió sigilosamente del lugar. Siempre he pensado que en su gesto había algo especial para mí, que quiso decirme algo, nunca he sabido qué. Creo que me miró a mí y a mi destino y que tal vez quiso decirme que algún día iría yo a la India, o simplemente que algún día volvería a verle.

Ha ocurrido hoy. De nuevo la mirada exigente del hindú del claustro templario me ha traspasado. No sólo sigue mirándome a mí y a mi destino, sino que está recordándome que debería perderme en Rajastán y al mismo tiempo exigiendo que su mirada y su nombre no se borren para siempre de mi memoria y de la de los hombres. Y aquí estoy yo ahora tratando de que perdure esa mirada, en parte provocada por el propio Dalmau, que ha priorizado los matices éticos de la mirada hindú con su historia que contar y una geografía que explorar. En una época en la que, como decía Elías Canetti, los exploradores ya no saben volver del mapa, los personajes de Dalmau nos recuerdan que sus rostros dan testimonio de todos los nombres perdidos, de todas las personas borradas, de todos los humillados y ofendidos.

En todos esos personajes encontramos siempre -como si volvieran del atlas de la vida- la exigencia de fondo que está detrás de todas esas miradas siempre en acto de perderse: una exigencia de redención. Porque todas quieren salvarse, aquí y en la India y en los confines del mundo, y hasta en ese mapa del que los exploradores -olvidados ya sus nombres- no saben volver. Porque todas son, además, el lugar de una división, el lugar de un desgarro espiritual entre lo sensible y lo perceptible: el mismo desgarro del fotógrafo, que quiere volverse intangible, pero ve que las personas y los paisajes retratados -incluso en los casos en los que la invisibilidad vela los cuerpos y los rostros- le exigen estar ahí, y, es más, hasta parece que le pidan que no permita que a ellos, ni aquí ni en Marruecos, ni en Senegal ni en Rajastán, les engulla el infame olvido de los nombres borrados, la maldita estela de los nombres suprimidos.

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