Cocinas y dormitorios
El discurso de la pluralidad es fácil de exhibir (de hecho, resulta difícil encontrar a alguien que no se exhiba por tan buena causa), pero su práctica es mucho más ardua. Ser plural (lo que demonios quiera decir eso) forma parte del paisaje. De hecho, el discurso de la pluralidad (y su hermano menor, la tolerancia) se interpone por razones estratégicas: son la herramienta que utiliza, de modo transitorio, toda ideología emergente para consolidar sus posiciones mientras la ideología menguante, la que sea, experimenta una progresiva falta de aire. A medida que la ideología emergente se transforma en hegemónica, va abandonando el discurso de la pluralidad y de la tolerancia, y organiza su propia policía moral. Por eso no es sorprendente que ideas que surgen para defender ciertos derechos acaban concluyendo que nadie tiene derecho a llevarles la contraria.
Hoy son varios los contenidos doctrinarios que se desplazan peligrosamente de la reivindicación legítima al ilegítimo ejercicio del control social. El discurso del feminismo opera de ese modo: ignoro los métodos de la policía religiosa de Arabia Saudita, pero dudo de que sus fines purificadores sean menos ambiciosos.
El otro día asistí a una acalorada discusión en la que una feminista exigía vehementemente a un hombre que declarara en público quién lavaba los platos en su casa. El interrogado argumentó, muy razonablemente, que ese asunto a ella no le incumbía, pero en nuestra sociedad la inviolabilidad del ámbito privado se ha convertido, para ciertos temas, en un mito despreciable. Vamos a ver, ¿cómo no confesar públicamente quién lava los platos en tu casa? ¿Tendrás el valor de rechazar esa pregunta ante la luz de los focos y el rigor de los taquígrafos? Todavía más: si te niegas a contestar, ¿qué mejor prueba de que tienes algo que ocultar?
Si esta fuera una sociedad tolerante (lo cual es mentira), deberíamos guardar el mismo respeto a lo que pasa en la cocina que el que decimos guardar a lo que pasa en el dormitorio. La ideología oficial predica el respeto absoluto a las relaciones sexuales, en todas y cada una de las variedades concebibles (con la importante excepción, quiero pensar, de las que afecten a menores), pero esa exquisita neutralidad se transforma en inquisición si debemos abordar la gravísima cuestión de quién pone la lavadora o quién pasa la fregona.
Opino que la tolerancia tiene poco que ver con las creencias o las ideologías. La tolerancia tiene que ver con el íntimo talante personal, con el respeto que uno siente por su propia libertad y por la libertad de los otros. Hay personas éticamente admirables en todos los ámbitos políticos o filosóficos. Y también hay idiotas morales en todos y cada uno de ellos. Las ideologías influyen menos en nuestro carácter de lo que nos gusta imaginar. Somos nosotros los que nos vamos construyendo, con mejor o peor fortuna, incluso antes de abrazar ciertas ideas. Y es que las ideas se mueven al margen de nuestros verdaderos deseos y por eso las ideas, muchas ideas (¿todas las ideas?) se vuelven autoritarias a medida que encuentran un clima más favorable y un menor número de opositores.
El mismo fanático sería, en el siglo XVI español, católico a machamartillo, calvinista ante la hoguera de Servet, nazi en el III Reich, comunista en la Rusia de Stalin... Presiento que una persona de ánimo liberal lo será siempre, del mismo modo que un fanático siempre será un fanático. Y que el fanático crea en unas u otras ideas es lo de menos: abrazará las que le toque, según el tiempo y el lugar en que haya caído.
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