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Columna
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¿A qué hay que esperar?

Soledad Gallego-Díaz

El último informe de Amnistía Internacional asegura que los actos de tortura y de malos tratos cometidos por agentes de los diferentes tipos de policía que existen en España no son hechos aislados, realizados por un puñado de personas determinadas, sino prácticas frecuentes. Y señala cuál es, a su juicio, el núcleo del problema: no existe una presión social que obligue a las instituciones a atajar esta situación.

La consecuencia es que se extiende la impunidad efectiva para los policías que golpean, que las autoridades policiales y judiciales miran permanentemente hacia otro lado o que, incluso, hacen gala de una voluntad demostrada de no poner fin a esos maltratos. Mientras que la sociedad no perciba que esa situación es una amenaza contra todos sus miembros, dice AI, no será posible ponerle fin.

Es posible que los expertos de Amnistía tengan razón. Pero eso no exime de responsabilidad directa a las autoridades políticas que, presionadas o no por la ciudadanía, están obligadas a hacer cumplir la ley y las decenas de textos internacionales contra los malos tratos policiales que ha firmado este país.

¿A qué tiene que esperar este Gobierno para obligar a que se recojan y publiciten los datos estadísticos sobre denuncias por malos tratos? España es uno de los pocos países democráticos en los que no existen esos registros. Se saben las denuncias presentadas por hurtos, pero no hay forma de acceder a las que dieron cuenta de bofetadas, patadas, insultos y amenazas propinadas y proferidas por agentes de policía, de ámbito nacional, autonómico o local. Los delincuentes se las inventan, alegan los responsables. Pues parece que no es así, en absoluto. Y en cualquier caso, no debería ser la propia policía, ninguna policía, la que decida si es una invención o no. Todos los especialistas en estos asuntos recomiendan lo mismo: que exista un organismo independiente, no un simple departamento de Asuntos Internos, que se encargue de investigar esas denuncias, de manera imparcial e inmediata. El Comité Europeo para la Prevención de la Tortura ya se lo recomendó al Gobierno, hace nada menos que seis años.

¿Cuánto tiempo más hará falta para tomar en serio las denuncias de los variados organismos internacionales que han pasado por España y que detectan la misma situación: "Las personas que presentan denuncias se encuentra con diversos obstáculos en su intento por obtener justicia por actos de tortura y malos tratos. Entre esos obstáculos figuran la falta de investigaciones independientes; informes médicos forenses incompletos sobre las lesiones sufridas; alegación por parte de los tribunales de ausencia de pruebas suficientes para sustanciar la denuncia; intimidación de los denunciantes...?

¿Cuánto tiempo, cuántas legislaturas, hacen falta para reformar el sistema de investigación de estas denuncias? ¿Qué hace falta para dotar, como se ha pedido mil veces, a todas las comisarías y cuartelillos de este país de cámaras de vídeo y audio que controlen las zonas de custodia y zonas comunes donde puedan estar los detenidos, y que los propios sindicatos policiales defienden?

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¿Cuándo se va a acabar con las prácticas corporativistas gracias a las cuales resulta casi imposible identificar a los agentes implicados en una de estas denuncias? ¿Cuándo se va a sancionar con severidad a los funcionarios, de la policía estatal, autonómica o local, que han adquirido la "costumbre" de presentar denuncias contra el denunciante de malos tratos, para desacreditar a la víctima o intimidarla para que retire sus acusaciones? ¿Cuándo se va a acabar con la costumbre de dar indultos a agentes de policía declarados culpables de malos tratos?

Cuánto más tardemos en darnos cuenta de que ésta es una situación insana y grave, peor para todos. El director de AI en España, Esteban Beltrán, ha advertido, además, que muchos de los casos de malos tratos analizados por su organización tienen un componente xenófobo.

Resulta extraño que una sociedad que se alarma cuando conoce casos de agresiones racistas protagonizadas por grupos o individuos de extrema derecha, se niegue a contemplar la posibilidad de que quizás una pequeña parte de sus agentes de policía sufre del mismo mal. Los ciudadanos intuimos que detrás de ese tipo de comportamientos hay un peligro social cierto. Que existe una realidad racista y xenófoba que solo adquiere notoriedad cuando hay incidentes extremadamente violentos, pero que todos sabemos que impregna cada vez más la vida cotidiana. Los ciudadanos somos conscientes de la transformación que experimenta nuestra sociedad y conocemos los peligros que acarrean las reacciones desorbitadas ante esos cambios. Y deberíamos también saber que la única manera de actuar es hacer frente a esa realidad. No seamos todos, ciudadanos, Gobierno y responsables autonómicos, como el muchacho que vio cómo golpeaban a una joven en un vagón del metro y miró para otro lado, y al que todos tanto criticamos. solg@elpais.es

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