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La cultura pos-Francfort

Hace 1.000 años del gran éxito nacional e internacional de lo de la Feria de Francfort. El presente artículo pretende analizar el residuo seco de tanto laurel, y hacer un dibujo de la cultura exhibida en Francfort a través de esos dos éxitos, distintos y distantes, que tiran de espaldas.

El éxito internacional ha consistido en que no ha habido muertos / no ha ocurrido nada espectacular que retirara la tradicional amabilidad de Francfort ante el país invitado. Pero sí han emergido elementos que han creado cierta perplejidad. A saber: que a) el invitado del año pasado -India, tantos habitantes como autores ha enviado Cataluña- llevara a Francfort una veintena de autores. Y, toma moreno, en varias lenguas. Que b) la cosa costara más de 12 millones de euros. Mucho dinero público para, recuerden, un negocio privado. Se vería mejor esa aberración si la Gene gastara un Potosí en una feria del automóvil para respaldar la imagen exterior de Seat. Que c) los actos en la feria internacional estuvieran, lo nunca visto, llenos a tutiplén, si bien de público catalán; es decir, no internacional. Y d) -o lo mismo-, que hubiera tanto político local por metro cúbico.

La cultura local es una cosa tan supeditada al Estado que en ocasiones es cultura de Estado

El éxito local ha sido, contrariamente, asombroso y carente de perplejidad. Aquí se ha considerado la pera lo que asusta a un alemán con ESO. Lo que indica que nuestra cultura, como su nombre indica, es diferente de la alemana. Carece, al menos, de las herramientas para crear perplejidad ante cualquier iniciativa del Estado. Aquí abajo, el Estado puede colar un canon de autores en Francfort, o una doble vía de investigación para el 11-M, sin mosqueo cultural alguno. En ese sentido, cabe colegir que la cultura exhibida en Francfort ha sido una reproducción 1:1 de la única cultura europea con esas características. Una cultura nueva, que apenas tiene 30 años, por lo que es difícil de describir. Se trata de la cultura española. No me peguen, que me explico.

1. A finales de los años setenta, y para facilitar una transición democrática -y no otra-, se decidió desactivar la cultura. La cultura fue así un problema menos. Lo llamativo es que sigue siendo eso esta mañana a primera hora. Esa función determina la originalidad mundial de la cultura local o, incluso, el modelo peculiar de escritor local. Su oficio consiste en no plantear conflicto ni harto de garnacha. Y, sobre todo, frente al Estado. El intelectual local no los ha creado, de hecho, ante esta feria. Ni por activa, ni por pasiva: preferiria no fer-ho.

2. Nuestra cultura no entorpece ninguna decisión del político. Por la misma lógica que un escritor local no abre la boca de la cara para matizar la Ley de Partidos, o la Ley de Memoria Histórica -dos objetos que han suscitado cierta perplejidad en algún editorial alemán-, tampoco la ha abierto para chotearse o desertar de la ceremonia de Estado de Francfort, en la que Cataluña ha hecho lo que hace usualmente España: unir una lengua a una entidad política. Unir cultura a proyecto político, que en España siempre es un hecho nacional.

3. La cultura local es una cosa tan supeditada al Estado que en ocasiones es cultura de Estado, hasta el punto de que, para esta feria, el Estado -la Gene es Estado, o al menos no es una ONG- se permite iniciativas que pocas culturas y sociedades europeas tolerarían. Tales como elaborar el canon de la literatura actual -en otros sitios, eso lo hace la crítica, o usted y yo hablando-. O, incluso -socorro-, establecer qué es y qué no es cultura local. Curiosamente, en Cataluña, como en España, no es cultura local lo que se escribe en la lengua que menos tira al Estado, según vas avanzando localidades por la autopista.

En Francfort se ha exhibido la cultura española postsetenta. Una banda sonora tenue, no conflictiva, nacionalista, oficialista, que crea cohesión y estabilidad. Una cultura canija y, en general -zzzz-, con serios problemas para su exportación. Lo de Francfort se ha evaluado como un exitoso ejercicio de normalización. Y, en efecto, ha vuelto a normalizar la subnormalidad de nuestra cultura desde los setenta.

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