¿Por qué no nos callamos?
Aquí estamos llegando a un grado de sobresaturación en el peculiar periodismo de declaraciones y de reacciones a las declaraciones y así sucesivamente en espiral degenerativa. Y en la polvareda y estruendo resultante acabamos perdiendo a don Beltrán, es decir, a los asuntos que atañen a los intereses del público, en función del cual debería pensarse la acción política y proyectarse su reflejo en los medios de comunicación.
Por esa pendiente vendría a confirmarse el título de aquel libro de Rafael Sánchez Ferlosio Y vendrán más años malos y nos harán más ciegos, donde nuestro autor sostiene que la comunicación ha alcanzado tal volumen y tanta prepotencia, que la noticia pesa muchísimo más que lo notificado, que las noticias son más hechos, hacen u ocurren enormemente más que los hechos mismos de los que dan cuenta y que, por eso, a espaldas de la noticia que hace, se ha desarrollado, como por contrapunto, la acción que dice.
Puede ser la hora en que convenga plantearnos la pregunta decisiva, la de ¿por qué no nos callamos? Sucede que vivimos en medio de una inundación noticiosa y lo primero que echamos en falta es el agua potable, la inteligibilidad que nos libere de la perplejidad y nos ofrezca la recuperación del sentido. Estamos aturdidos por el ruido estruendoso del ambiente mientras carecemos de estímulos audibles que nos permitan el diálogo y la comprensión del lenguaje hablado.
Recuerdo por ejemplo la aguda interpelación del entonces presidente de Iberia al consejero delegado de la Sociedad Estatal para el V Centenario en medio de uno de sus informes-río: yo le rogaría que nos informara de algo menos para ver si conseguimos enteramos de algo más. Y no quiero acordarme de la cabecera del diario que publicó la interminable lista de los accionistas de Ibercorp, cuando se había convertido en un affaire, para encubrir mejor dentro de esa relación los nombres de los familiares de la compañera sentimental del director de la publicación, que así resultaban inaccesibles.
Conozco la lucha incansable de los organizadores de las cumbres políticas, económicas, sindicales, religiosas o literarias para garantizarse la presencia de las grandes personalidades del sector y luego sucede que cuando acuden casi siempre el resultado es que acaban por tergiversar el acontecimiento porque los periodistas se desentienden del sentido de la convocatoria y sólo buscan la reacción del invitado a cuestiones por completo exógenas, que permitan a sus crónicas abrirse camino hacia la primera página o hacia la apertura de los informativos de la radio o la televisión a los que reportan.
Queda patente la preferencia de los políticos, de los economistas, de los sindicalistas, de los eclesiásticos o de los escritores por hablarse entre ellos pero mejor si es a través de los medios de comunicación social. Pareciera que se olvidan del juego trenzado que busca el desmarque y sólo supieran lanzar balones a la olla, confundiendo la doble velocidad del pensamiento y el balón que distingue al deporte-rey con la pura tendencia a la melé propia del rugby.
Afirma Ferlosio en el volumen citado que "la noticia es hoy la única instancia competente, la exclusiva concesionaria de las atribuciones requeridas para otorgar a un hecho la categoría de hecho". Luego explica que lo "significativo" queda por lo general relegado a favor de lo "más importante" concebido como pura deriva de lo más escandaloso.
Como tantas veces, la actualidad que así resulta tergiversa la realidad de la que debería darse cuenta. Pero aquí queda todavía una cuestión pendiente, la que nos permitiera averiguar de manera objetiva la cantidad de noticia de que es portador un hecho determinado, es decir determinar cuál es su peso noticioso o si se quiere su noticiabilidad propia, fuera de las estimaciones sesgadas del observador. Para su ponderación fue enunciada hace algunos años la ley de la gravitación informativa, según la cual la noticiabilidad es directamente proporcional al coeficiente de rareza o improbabilidad, a los intereses afectados en el lugar de los hechos y en el lugar donde se encuentre el centro editor o emisor e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre ambos lugares.
Pero los periodistas recurren menos a esa ley que al desaparecido tipómetro y prefieren invadir los espacios públicos con la vida privada.
Si nos calláramos, si dejáramos de contribuir al estruendo, a la reacción de la reacción, de la reacción de las declaraciones del primero de la fila, que suelen ser ya en su origen redundantes, se abriría un espacio para la lucidez. Porque las reacciones que se escuchan en lugar de añadir esclarecimientos, casi siempre sólo aportan confusión. Vale.
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