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La política espuria

Aunque reiterarlo tras la sentencia por el 11-M pueda resultar imprudente, es una evidencia rayana en el lugar común que las instancias más altas de la justicia española han caído en una profunda crisis de prestigio y de credibilidad. Desde el Tribunal Constitucional para abajo, la imagen de independencia de numerosos órganos judiciales ha sido barrida por un vendaval de politización, de partidización, que convierte a ciertos magistrados en meros peones de brega de la sigla que los promovió o con la que simpatizan, y a otros en paladines de una agenda política personal que a menudo suplanta o desborda la del Parlamento y el Gobierno democráticamente elegidos. La decisión, hecha pública por el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco el pasado 30 de octubre, de juzgar al lehendakari Ibarretxe, a los dos máximos dirigentes del Partido Socialista de Euskadi (PSE) y a cinco miembros de la disuelta Batasuna, ilustra muy bien esta tendencia de ciertas togas a invadir y distorsionar la tarea de los otros dos poderes que definiera Montesquieu: el legislativo y el ejecutivo.

La politización ha convertido a ciertos magistrados en meros peones de la sigla que los promovió

De la resolución del juez instructor Roberto Saiz de sentar en el banquillo por un presunto delito de desobediencia a esas ocho personas, son varios los aspectos susceptibles de análisis. Desde el punto de vista jurídico, cabe subrayar que el magistrado Saiz ha desoído el criterio de la fiscalía, la doctrina de la Audiencia Nacional y resoluciones del Tribunal Supremo en la materia. Desde una perspectiva político-electoral, es posible especular sobre las pingües rentas que el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y, en menor medida, el PSE, pueden extraer en las urnas de la disparatada persecución judicial contra Juan José Ibarretxe, Patxi López y Rodolfo Ares. Pero me gustaría llamar la atención sobre otro elemento, tan crucial que sin él no habría caso, pues el fiscal no halló en la conducta de los hoy imputados materia delictiva alguna; me refiero a la acusación particular ejercida por el Foro de Ermua y la Asociación Dignidad y Justicia.

Surgidas la mayoría a lo largo de los años 1990 en un contexto de indignación ciudadana contra algunos de los crímenes más execrables de ETA y al calor del apoyo y la simpatía hacia sus víctimas, existen en el País Vasco -a veces con extensión al resto del Estado- una serie de entidades cívicas, fundaciones y asociaciones que han ido transformándose en núcleos ideológico-políticos de lucha no ya contra un terrorismo en claro declive, sino principalmente contra la totalidad del nacionalismo vasco, considerado por esos grupos el humus social y doctrinal que nutre y legitima a la banda etarra. Por supuesto, están en su derecho, entroncan con la sólida tradición del españolismo vascongado, y únicamente debemos lamentar que su actividad agitatoria y propagandística les valga amenazas de muerte y obligue a sus dirigentes a circular con escolta.

Sin embargo, lo que -en mi modesta opinión- no resulta lícito ni siquiera bajo la sombra de las pistolas son el ventajismo y la trampa, el jugar a ser sociedad civil pero utilizar torticeramente la justicia para, sin mandato popular alguno, interferir en la actuación de las fuerzas y las instituciones democráticas. Cuando, los días 19 de abril y 6 de julio de 2006, y el 22 de enero de 2007, Ibarretxe por un lado, López y Ares por el otro, se reunieron con Arnaldo Otegui y compañía, estaban ejerciendo su responsabilidad política y usando la legitimidad que les otorgó el voto de los ciudadanos vascos. Si éstos creen que se trató de un mal uso, que sus representantes elegidos no deberían haber hablado con tales interlocutores, entonces el próximo 9 de marzo el PNV y el PSE sufrirán el correspondiente correctivo en las urnas. Pero si, al contrario, el cuerpo electoral ratifica o aumenta su apoyo a esos partidos y, por tanto, aprueba las reuniones incriminadas, ¿ante quién rendirán cuentas el Foro de Ermua o Dignidad y Justicia? La responsabilidad de los partidos políticos se sustancia ante el pueblo soberano. ¿Y la de esos foros y plataformas que también hacen política? ¿Acaso son irresponsables e impunes?

En este sentido, no cabe sino felicitarse de que un sector del españolismo civil vasco haya decidido lanzarse de una vez a la arena político-electoral bajo el rótulo de Unión, Progreso y Democracia (UPD). Organizados en el nuevo partido, los señores Savater, Díez, Martínez Gorriarán, etcétera, defenderán las mismas ideas que sostuvieron durante largos años desde ¡Basta Ya! y similares, pero con una crucial diferencia: el 10 de marzo de 2008 sabremos exactamente cuántos ciudadanos las comparten y qué número de diputados han conseguido sentar en el Congreso, y éstos deberán interaccionar con los de las restantes siglas en un plano de igualdad, sin falsas virginidades, ni aureolas victimistas, ni complejos de superioridad moral. El Foro de Ermua o Dignidad y Justicia, en cambio, prefieren tirar la piedra y esconder la mano; siendo entidades privadas, sólo representan y se deben a sus socios por pocos que éstos sean; pero piden años de cárcel y de inhabilitación para dirigentes políticos investidos por y responsables ante cientos de miles de electores.

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Naturalmente, el procesamiento de los líderes de las dos fuerzas principales en el Parlamento de Vitoria no sería posible sin la infausta Ley de Partidos de 2002. Pero la actuación de los grupos que siguen el modelo Manos Limpias -ese seudosindicato ultraderechista que usa las querellas como arma para sabotear el sistema democrático- tampoco resulta imaginable en culturas políticas y judiciales más maduras. ¿Acaso, durante el tortuoso proceso de paz norirlandés, algún grupo unionista radical denunció penalmente a John Major, Tony Blair, Mo Mowland o John Hume? Claro que no, ni tribunal alguno hubiese aceptado tal demanda. Los jueces de Su Graciosa Majestad, además de portar peluca, saben de administrar justicia en un marco de libertades desde hace bastantes siglos.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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