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Columna
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Racismo y bandera

El problema de las cosas no es qué son, sino dónde empiezan. Eso es lo que pensó una vez más Juan Urbano al leer la noticia de que un hombre había sido golpeado, insultado y atropellado con un coche en la localidad madrileña de Las Rozas por una jauría de neonazis que gritaba ¡viva España! mientras le pegaban.

¿Dónde empieza esa clase de agresión?

¿Tal vez empieza en una bandera?

¿Quizás empieza en una de esas declaraciones equívocas de algunos políticos que emparejan inmigración y delincuencia?

O también es posible que esta agresión empezara donde acabó la última, es decir, en la indolencia con la cual parecen mirarse estos actos vandálicos a los que no se llama kale borroka ni se le quiere dar una significación política, a veces ni siquiera delictiva, reduciéndolo todo a un acto de gamberrismo, a una broma sin duda algo pesada.

La agresión de Las Rozas no es más que el último capítulo de una serie de canalladas

El caso es que la agresión de Las Rozas no es más que el último capítulo de una serie de canalladas que han ido produciéndose en los últimos tiempos y cuya secuencia cualquier lector de periódicos recordará.

Algunas de ellas son la hermana gemela de esta historia, sólo que con los nombres cambiados, y hablan de ataques racistas que filmaron las cámaras del metro o de denuncias de un hombre al que un policía torturaba entre insultos xenófobos; otras han acabado con una tragedia partida en dos mitades perversas: a un lado, una persona confinada en una silla de ruedas; y al otro, un agresor impune.

Ninguno de los políticos que cada vez que algún extranjero comete un delito llamativo suelen cruzar los informativos soltando un micrófono para coger el siguiente, como si fueran Tarzán cambiando de liana, apareció en esos casos en las pantallas de los televisores para condenar sin matices ese tipo de vandalismo.

A lo mejor es que creen que a la Justicia hay que pedirle el pasaporte y, dependiendo de dónde sea la persona que recibe las patadas, actuar de una manera u otra.

Será que, por mucho que lo intenten, algunos están siempre con el cuchillo en la mano y no pueden dejar de dividir la humanidad en blancos y negros, ricos y pobres, ETA o Al Qaeda, rojos y nacionales...

Como Juan Urbano es un hijo de la filosofía, intentó hacerse una serie de preguntas que le aclarasen la cuestión.

Por ejemplo, ¿si el agresor del metro, el que golpeaba salvajemente a una chica ecuatoriana mientras hablaba por un teléfono móvil y al día siguiente iba a los bares a desayunar sintiéndose famoso, en lugar de ser un simple bárbaro hubiera sido, por ejemplo, un abertzale agrediendo a un concejal, el juez hubiese dictado la misma sentencia?

Claro que son cosas distintas, pero quizás lo sean para todo el mundo menos para una persona: la que recibe los golpes. Juan Urbano estuvo seguro de que a quien sufre una agresión xenófoba no se le puede llamar víctima del terrorismo, por muy abaratada que esté esa calificación a estas alturas, pero también tuvo la certeza de que privar a esos actos del contenido político que sin duda tienen es rebajar su importancia y convertirlos en ejemplos potencialmente peligrosos, porque no hay mejor imán para los miserables que la impunidad.

En nuestro sistema jurídico, el racismo debiera ser un agravante claro y recibir sanciones ejemplares, no ser una simple figura retórica sobre el papel o una llama de pega ardiendo dentro de los discursos, más cínicos, porque de esa forma el próximo animal que al cruzarse con un inmigrante piense en lanzarse sobre él al grito de viva España, quizá se lo piense si sabe que el anterior está en la cárcel, que es su sitio.

Juan Urbano se fue a trabajar con el mal sabor de esa noticia en la boca, y pensó que el suceso de Las Rozas podría ser una magnífica oportunidad de detener esa marea viscosa que se está acercando a nosotros y que, si no se para, puede ennegrecerlo todo a su paso.

Ojalá esta vez, tanto los políticos como la Justicia puedan caer con todo su peso, proporcionado pero implacable, sobre esa gente que mancha nuestro nombre y ensucia las mismas banderas en cuyo nombre dice actuar.

Qué va, esos tipos no creen en las banderas, sólo en los palos a los que están atadas. A ver si de una vez se lo dejamos claro entre todos.

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