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Columna
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La fuga de la modernidad

La impresión que genera la derecha es que careciendo de presente se dispone a arruinar su futuro. El programa de Rajoy y compañía (menuda compañía, bien puede decirse) es poco más que un memorial de agravios sin otra perspectiva que fidelizar un voto cautivo de una sucesión de desastres que ni han sucedido ni es previsible que se produzcan. Los bizarros intentos de relativizar la sentencia del 11-M caerán en el saco roto del catastrofismo interesado, por lo mismo que la figura del Rey no puede estar expuesta a las argucias mediáticas de un grosero baturrico de sacristía con más cara que espalda. Aquí, el nacionalismo periférico de los populares le ha hecho llegar a Francisco Camps el recado de que se deje ya de naumaquias improbables para centrarse en lo que importa, una gestión tan brillante que hace aguas por todas partes menos por una, que es el precario gota a gota de una reseca gestión opositora. Hasta en eso somos afortunados los valencianos en la pintoresca virtualidad de nuestro socialismo realmente existente.

Hay que tener cuidado con el despliegue de precampaña, que deparará más de una bromita perversa. El jocoso vídeo de Z. Zapatero donde afirma que todo puede decirse con una sonrisa, quizás se refiere de manera subliminal al amplio repertorio de carcajadas, risas y sonrisas de que alardea el todavía portavoz de Rajoy en el Congreso. Porque Zaplana es, después de Darío Fo, y antes que Albert Boadella, la figura pública que mejor sabe enmascarar las atrocidades dichas con un repertorio de muecas más o menos vinculadas a la manifestación de la alegría. De qué sonríe, ríe o se carcajea este individuo es un misterio, descartada la hipótesis -por demasiado inteligente- de que se mofe de sí mismo. Aunque sea sin duda abusivo vincular a Zaplana con la alta cultura, convendría repasar el libro de Henri Bergson sobre la risa para saber a qué atenerse. Ridículo cuando serio, grotesco cuando esboza una sonrisa, patético cuando se explaya en una risotada, según un escalafón de casino donde lo más serio le produce una irrefrenable hilaridad, lo más sensato le provoca la risa del idiota, esbozando una media sonrisa de trilero cuando comenta a su aire algunas cuestiones de procedimiento. Un hombre risueño, no tan encantado de haberse conocido como Francisco Camps, pero persuadido de que puede proferir cualquier barbaridad sin que nadie -no se sabe aún por qué misterio, con la de cuentas que tiene pendientes- le llame a capítulo.

Cuando la modernidad no existe o está en entredicho y la posmodernidad es cosa de papagayos o, como diría Samuel Beckett, de cacatúas, la derecha cuenta con una amplia tradición a sus espaldas, que arrastra como una losa, y poca cosa por delante, salvo una España que nadie sabe lo que es y en la que se refugia a modo de muleta como el carterista con su gabardina. Una España esgrimida a modo de chubasquero que resulta más engorrosa que otra cosa, pues antes o después deja de llover y conviene pasearse a cuerpo. Y si creen que basta con sacar en procesión a Mariano Rajoy, el que tenía la convicción moral de que el 11-M era cosa de ETA, ya pueden ir buscándose un líder algo más atento a los datos de la realidad que a sus gallegas convicciones morales.

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