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Columna
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Las monjas descalzas

La clausura es una opción osada. Encerrarse de por vida entre los muros de un convento situando la propia existencia en la sencillez extrema, no lo hace cualquiera. Esa alternativa, además de convicciones profundas y voluntad férrea, requiere una fortaleza de espíritu capaz de eludir todos los reclamos mundanos para entregarse al cultivo del mundo interior. En esta sociedad prosaica, compleja y superficial. En este mundo globalizado, presuroso y despiadado. En este tiempo irreflexivo, ambicioso y hostil, las monjas de clausura se me antojan seres de otro planeta. Ningún político relumbrón, ningún tuercebotas que patee un balón y mucho menos quienes alcanzan la fama por sus hazañas o episodios de cama podrán difícilmente provocar el interés y la curiosidad que me suscitan esos especímenes ingrávidos dedicados en cuerpo y alma a la oración. Mi personal asombro por esa forma de vida se acrecienta hasta el estupor en el caso peculiar de quienes habitan el monasterio de Nuestra Señora de la Consolación, más conocido como el de las Descalzas Reales. Diecinueve monjas clarisas franciscanas descalzas moran en régimen de clausura en ese convento que fundó en 1559 Juana de Austria, hermana de Felipe II. Un edificio situado en la zona más bulliciosa, concurrida y también conflictiva de Madrid, justo detrás de la plaza del Callao y a sólo 100 metros de la Puerta del Sol. Los gruesos muros que conforman el perímetro del monasterio constituyen hoy la frontera entre dos mundos tan diametralmente opuestos que produce escalofrío la supervivencia de ese reducto de espiritualidad en pleno territorio comanche. De no mediar esas paredes, apenas 30 pasos separarían a la populosa calle de Preciados del huerto donde las descalzas cultivan aún las frutas y hortalizas que incorporan a su dieta alimenticia como hace 500 años. Compartir frontera con el espacio comercial más caro y concurrido de España no es el único fenómeno del monasterio.

Siempre me sorprendió que un lugar así fuera tan ignorado

El edificio conserva casi intactas las estancias que acogieron un buen pedazo de la historia de nuestro Siglo de Oro. Por él pasaron reyes, princesas y otros muchos personajes clave en el acontecer de aquel tiempo, que fueron legando riquezas al convento hasta conformar una de las colecciones de arte y joyas más valiosas de todo el planeta. Un cúmulo de elementos y circunstancias que convierten al monasterio de las Descalzas Reales en una prodigiosa burbuja cercada por el mundanal ruido, allí donde el ruido resulta más obscenamente mundanal.

Siempre me sorprendió que un lugar así fuera tan ignorado por los que aquí vivimos. Son pocos los que saben de su valor cultural y su importancia histórica, y sólo una minoría anecdótica la que se ha decidido a visitarlo. Custodiado por el Patrimonio Nacional, el que antes que monasterio fuera palacio de Carlos I, está abierto al público para mostrar sus estancias y tesoros. Lamento decir que en la cola que se forma cada día para acceder a este túnel del tiempo la inmensa mayoría son extranjeros. Tal vez haya que incorporar a los planes educativos algunas recomendaciones de las guías turísticas internacionales. En todas las que se editan sobre Madrid aparece el convento de las Descalzas como visita indispensable. Para nuestra vergüenza, algunas incluso advierten del riesgo que comporta la zona plagada de carteristas y descuideros. El riesgo es real y no hay más que ver a los guiris cómo agarran el bolso para advertir su acojone. Una sensación a la que contribuye generosamente la comuna de juglares porreros que ocupa la calle de San Martin y acomoda sus enseres en el muro del monasterio. No me parece que sean bandoleros, pero su mala relación con los artículos de limpieza proyecta una imagen penosa de aquel entorno.

El pasado jueves 18 de octubre, un desconocido vertió líquido inflamable bajo la puerta de la iglesia de las Descalzas y le pegó fuego. Ardió la vieja puerta, dos monjas fueron asistidas a causa del humo y por suerte no hubo más. La noticia pasó casi inadvertida. Un descerebrado puso en riesgo la vida de una veintena de mujeres y la supervivencia de la principal joya del barroco en Madrid, y no hay síntomas de alarma. Años atrás tuve la oportunidad de conversar con la abadesa del monasterio. En aquel entonces, le pregunté si era necesario que habláramos a través de una reja. Hoy no se lo hubiera preguntado.

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