Mirar a otro lado
Ya sabemos que esto es lo que hizo el joven que estaba sentado cerca de la chica que sufrió la brutal paliza racista en los Ferrocarrils de la Generalitat: mirar a otro lado. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Intervenir y exponerse a que el violento energúmeno también le atizara a él? ¿Pedir auxilio a otros pasajeros? El miedo a involucrarnos en asuntos ajenos -que precisan de nuestro apoyo o ayuda- empieza a ser una constante en la sociedad.
Antes -y no hace tantos años-, cualquier ciudadano que apreciara una conducta incívica en la calle, en el metro, en un parque público o donde fuera, se veía con suficiente autoridad moral como para llamar la atención al incívico de turno. Sabía que el resto de personas que en aquel momento estuvieran cerca del suceso le apoyarían si hiciera falta y aplaudirían su gesto de buen ciudadano. También lo haría el agente del orden que pasara por allí o fuera requerido al respecto.
¿Y ahora? ¿Quién se atreve ya a recriminar mínimas conductas incívicas, como la de un niño tirando papeles en la calle acompañado de sus padres? "¡Métase en lo suyo!", le pueden espetar airadamente sus progenitores. Ya no digo socorrer a una jovencita acorralada por un bravucón ("Algo habrá hecho, estaría provocando", nos decimos, y miramos a otro lado).
Refugiados en nuestra privacidad, en este aislamiento social que practicamos y anestesiados ante el dolor ajeno, llegamos a autoconvencernos: mientras se meten con otro no se meten conmigo. Y seguimos tan tranquilos.
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