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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

¿Con quién hablo yo?

Mercè Ibarz

Acababa de volver a la ciudad, era domingo al atardecer, esas horas entre horas que no se parecen a ninguna otra, ni son de descanso ni de trabajo ni de sueño, a la espera del lunes que ya está al caer, cuando, en la calle, tras dejar el coche en el garaje, cargada con mis cosas, la oí.

Gritaba sin contemplaciones por el móvil, le repetía a alguien que no hacía falta que le devolviera nada, que todo se lo podía quedar en recuerdo de una amistad, la que ella le había dado, que nada le debía, que podía quedárselo todo. Lo repetía tantas veces y tan alto que cabía pensar que hablaba sola, no daba tiempo a que le respondieran, pero una sabe en estos casos que sí, que al otro lado del teléfono hay alguien (cuando la escena sucede en teatro o en cine es que están dando La voz humana de Cocteau y entonces no, al otro lado de la línea no hay nadie). Aunque el semáforo estaba verde y podía cruzar la calle y entrar en casa, me quedé en la acera y me giré a mirarla.

En la esquina, los clientes de una terraza de este octubre templado no hacían ni caso. No es nada raro, nadie escucha. Pero a mí me lo pareció, pues por más cosas que se oyen por la calle desde los tiempos de los teléfonos que andan, una imprecación tan aguda no es habitual en esta parte del Eixample barcelonés, solitaria en domingo cuando cae la noche. No acostumbramos a ver gente gritar por los adoquines. Un conductor parado en el semáforo (rojo para él) bajó la ventanilla y se interesó por la boca de la mujer que se abría y cerraba muy deprisa, por sus palabras mayores. Me sentí aliviada, mejor si chafardeamos juntos unos cuantos, al menos dos. No está bien que alguien se desgañite al raso y nadie se pare ni mire. Es como si te disfrazas y nadie lo advierte. Me disgustaría que se montara un corro y que nos pusiéramos a jalear y a meter cizaña, pero más insidioso me parece el desapego.

Era una mujer alta y delgada, con tejanos pitillo y tacones, el pelo largo y liso recogido en una cola morena, con una bolsa de Opencor y un perrito con correa, que caminaba tras ella tan pancho; una mujer necesitada de gritar.

Hasta que ella dijo: "¿Con quién hablo yo?"

El perro se sentó en la acera cuando la mujer, que hasta entonces se movía como en una pasarela, con cierta ondulación, se paró. Yo ya había entrado en mi portal pero, al verlos por el cristal a los dos quietos, la mujer y el perro, los dos callados en la acera, abrí la puerta y escuché el silencio. En francés tienen una expresión, entre chien et loup, para significar ese momento de la tarde, cuando la luz del día está dejando paso a la sombra de la noche. Así estaba la mujer, entre perro y lobo. Si la hubiera visto por primera vez me habría imaginado que una noticia grave la estaba paralizando. Pero, puesto que algo sabía ya de ella, se trataba de que por fin le hablaba alguien. Ese alguien que finalmente había encontrado las palabras que podían hacerla callar. El perro gruñó, ahora sí. Ella estaba tan rígida que daba apuro mirarla.

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Volví a cerrar la puerta y subí a casa. ¿Qué estaría siendo de la mujer del móvil, de sus gritos y de su silencio? Su "¿Con quién hablo yo?" había desatado un mar de palabras que sólo ella pudo oír. Pero, ¿las oía?

A la mañana siguiente, al salir de casa, la escena seguía en mi retina. Aún los veía a los tres: la mujer, el móvil y el perro. A los cuatro, mejor dicho. Crucé la calle siguiendo la línea recta de la puerta de casa, sin usar el paso de peatones, evitando el tráfico, hasta llegar al punto donde había dejado de verlos la noche anterior: allí estaba la bolsa de Opencor. Dentro, el móvil abierto en canal y un sándwich de jamón.

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