En el zoológico disecado
-¿Es un dinosaurio, mamá?
-No, es un camello -responde la madre.
-Pero tiene pinchos en la espalda, como los dinosaurios.
-Son para la joroba -explica el hombre que va con la madre-. ¿Has visto las jorobas de los camellos?
El niño examina de nuevo los huesos en el escaparate y niega con la cabeza.
-Es un dinosaurio -afirma con seguridad.
En realidad, el esqueleto parece el de un pequeño brontosaurio. Pero da igual. Rápidamente algo más llama la atención del niño. El Museo de Zoología parece un castillo embrujado con torres, almenas y huesos de animales en las paredes. Y la voz de ese hombre carece de la autoridad de los padres. Más bien, parece un jugador estrenándose en la Primera División de fútbol de la Liga española, entusiasta pero inseguro.
La exposición temporal está dedicada a los orígenes del universo. Entramos en una sala oscura. En una pantalla circular se proyecta el Big Bang. Estrellas y sistemas galácticos flotan a nuestro alrededor. En una esquina hay un pequeño marciano verde de plástico y una molécula de agua del tamaño de una licuadora. El pequeño lee alguno de los carteles y pregunta:
-¿Qué es energía oscura?
La mamá mira a su amigo. Supongo que es biólogo o físico, porque intenta explicar.
-Es la energía que mueve ni más ni menos que el universo.
-¿Cómo si fuera la gasolina de los planetas?
-Algo así, pero invisible.
-No entiendo.
El hombre trata de explicárselo, pero el niño lo ignora. Ahora le interesa un simulador de tsunamis: en una especie de gran pecera, una ola se eleva y cae, arrasando la maqueta de un pueblecito y el amor propio del hombre.
Apenas son las diez de la mañana, y aún no hay nadie más en el museo. Se me hace difícil disimular que los estoy mirando, pero la pareja está muy concentrada en el niño, y en su propio sistema planetario íntimo. Cuando el pequeño se queda mirando el esqueleto de la ballena, o cuando se pone a corretear entre los escaparates, rozan sus manos. En una ocasión, al amparo de una columna, ella le estampa a él un beso furtivo en la mejilla, como para darle ánimos. A su lado, un cartel advierte: "No somos el centro del universo".
Subimos al segundo piso por unas escaleras decoradas con cabezas de ciervos. El niño quiere colgarse de una cornamenta, pero su madre logra impedirlo. Cuando paso a su lado, ella le está diciendo en voz baja pero con firmeza:
-Quiero que te tranquilices un poco, ¿vale?
Arriba nos recibe un armario lleno de tarántulas, escorpiones y otras alimañas. Hay un cangrejo japonés de un metro de largo. El niño está completamente excitado ante estos bichos:
-¿Podemos tener un escorpión en casa? ¿Podemos?
La mamá se ríe.
-¿No te vale ya con un gato?
-El gato es aburrido.
Hemos entrado en un mundo disecado. A nuestro alrededor, una jauría de leopardos, osos polares, puerco espines y víboras nos muestran los dientes, huyen de nosotros, se esconden bajo una piedra u olfatean el aire en busca de alimento. Tienen escaparates en vez de jaulas, y sus vidas están hechas de aserrín.
Al niño le llama la atención el cerdo hormiguero. Encima de él, un cartel explica que tiene una cría por parto. El niño pregunta:
-¿Los cerdos hormigueros quieren a sus hijos?
-Sí -responde la madre-. Todos los animales quieren a sus hijos.
-No. La profe Natalia dice que las boas se comen a sus hijos.
-Nosotros no te vamos a comer a ti -dice el hombre tratando de ser divertido.
-Tú no eres mi padre -le responde el niño de inmediato.
Supongo que es la frase que el hombre temía escuchar, porque sin decir nada retrocede quedamente hasta el escaparate de los monos. Ahí, el mandril lo amenaza con los colmillos al aire, pero el chimpancé parece querer consolarlo. Frente a él, como un espejo, hay un esqueleto humano.
La madre se arrodilla frente al niño y le dice algo, pero yo, la verdad, prefiero no escuchar. Me fijo en la hiena y el lobo. Sus lenguas están hechas de un material parecido a la cera de las velas, como si se estuviesen derritiendo.
Después de un rato, mis tres observados se reúnen frente a las aves de presa. No se dicen nada en especial. De pie entre el buitre y el halcón, el niño le da un beso al hombre. Al principio, se resiste. Pero luego, incluso parece un beso espontáneo.
-¿Quieres un helado? -dice el hombre. El niño quiere.
Para salir del museo hay que pasar entre un elefante disecado y un esqueleto de bisonte. El niño intenta treparse al elefante, pero esta vez, su madre consigue disuadirlo sin mucho trabajo.
Afuera, en el parque de la Ciutadella, un grupo de gente hace tai-chi. Una madre lleva a su bebé en un carrito. Un anciano pasea con una enfermera del brazo. Desde la puerta del museo, un domingo por la mañana, la luz se ve más clara, y los seres humanos parecen unos animalitos inofensivos.
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