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Columna
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Autoamnistía para franquistas

El 5 de octubre, la historiadora Carme Molinero y el historiador Pere Ysàs, con quienes comparto desde hace muchos años entusiasmos y esfuerzos, éticas y afectos, y sobre todo, un alto respeto profesional acreditado en su sólida y extensa obra, publicaron en las páginas de este diario un artículo que me resultó tan llamativo en su contenido, que me ha llevado a escribir un texto de disentimiento con su tesis central, según la cual "la ley de amnistía se presenta erróneamente como una autoamnistía del franquismo, o como una ley de punto final". Mis amigos indican también que la procedencia de estas afirmaciones se halla en "algunos sectores críticos con el proceso de transición", o llega desde "voces, no tan desorientadas" que critican la amnistía "como muestra de las renuncias de la oposición antifranquista, permitiendo que se extendiera a los represores franquistas". A estas conclusiones atribuyen un "notable desconocimiento de la situación del proceso histórico y, en algunos casos, a la voluntaria miopía respecto a la complejidad social". Parece, pues, que considerar que la Ley 46/1977 incluye también la protección de los responsables de la represión franquista es una afirmación que sólo puede efectuarse si -por desconocimiento o por voluntad intencionada- se prescinde del contexto en el que nació aquella tan importante ley. Creo entender que los argumentos de Molinero e Ysàs se dirigen a comentar la actitud de recelo compulsivo de algunas entidades -ni mucho menos todas- ocupadas en los temas de memoria y reparación que, sumidas en un reñidero poco constructivo, viven sólo de afirmaciones abruptas.

La ley de amnistía fue una victoria antifranquista pero supuso la autoamnistía para los franquistas

Sin embargo, no pocos de los que han contribuido a explicar la transición como un proceso histórico complejo y largo, un proceso nacido en la década de 1960 y no tan sólo circunscrito al apenas millar de días decisivos que transcurren entre la muerte del dictador y la aprobación de la Constitución, días en los que el antifranquismo orientó la calidad democrática de nuestra sociedad al tiempo que hacía perecer la dictadura en la calle, no pocos -digo- de los que han llegado a consolidar empíricamente esas conclusiones, coincidimos en calificar la ley de amnistía de 1977, sin ningún género de duda ni matiz, como una ley de "punto final". Y por supuesto, una autoamnistía de los responsables políticos de la dictadura.

Estas conclusiones no implican necesariamente ni la valoración negativa del proceso de transición, ni constituir la transición en un principio de determinación causal que permite interpretar las insatisfacciones presentes (una vulgata lamentablemente habitual en el listado de tópicos corrientes), ni tampoco acarrea, creo yo, aquella miopía que mis amigos atribuyen a quienes consideramos la Ley 46/1977 como lo que realmente es: un éxito indudable del antifranquismo, y a la vez un punto final, una autoamnistía de los responsables de tantos crímenes.

Los argumentos básicos expuestos para negar el carácter de punto final de la ley de amnistía que aportan Molinero e Ysàs son, en primer lugar, la necesidad de situar la ley en el contexto histórico en el que fue redactada y aprobada, y el protagonismo del antifranquismo en el liderazgo de la demanda. No cabe duda alguna sobre esa necesidad imperativa para entender el porqué de aquella primera Ley de nuestras Cortes.

Sin embargo, el conocimiento del proceso histórico, incluida la positiva intención de tender la mano a la disolución de ETA, no sirve para negar la comprobación empírica del texto de la Ley de Amnistía 46/1977, que en su artículo 2º apartado e alcanza "los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta ley". Y en el apartado f del mismo artículo 2º incluye la amnistía para "los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas".

Comprender por qué aparece la ley y qué es lo que significa en su contexto no niega la función explícita de la misma para garantizar también la impunidad del engranaje represivo del Estado y sus responsables políticos.

Lo mismo sucede con las citas parlamentarias del debate, que aportan Molinero e Ysàs como elementos de autoridad. Al fin y al cabo, que diputados antifranquistas acepten aquel texto que establecerá la impunidad nos ayuda una vez más a comprender el proceso y la actitud del antifranquismo, pero tampoco sirve para negar u obviar el contenido de la ley.

La jurista Mercedes García Arán, en un magnífico y útil texto, ha descrito la lógica interna de la ley, y el mecanismo de "autoamnistía" que contiene para los altos responsables políticos de la dictadura. Tras poner en evidencia que la ley sólo habla de "autoridades, funcionarios y agentes del orden público", sostiene García Arán, "los dirigentes políticos de esos instrumentos de investigación y persecución, paradójicamente, no aparecen como beneficiarios de la amnistía. En efecto, los responsables políticos del régimen, bajo cuyas órdenes actuaba la policía, se enfrentaban a una contradicción inevitable: para que les alcanzara la amnistía, debían admitir que habían cometido delitos, porque sólo puede amnistiarse lo que es delito según las leyes que estaban vigentes cuando se cometió. Y, desde luego, no estaban dispuestos a admitirlo. Para resolverlo defendieron sólo la amnistía de sus subordinados buscando un cortafuegos que cerrara el paso a la exigencia de su propia responsabilidad". De ese modo, los delitos cometidos son presentados en el texto de la ley como hipótesis no confirmadas -"los delitos que pudieran haber cometido"-, en condicional.

En suma, protegieron su futuro y su aparente decencia, y lo hicieron desde su bajura moral habitual: sin reconocer sus actos y desviando la responsabilidad -si la hubiese- en aquellos subordinados que habían contribuido a mantenerles en el poder impunes.

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