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Columna
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Anegados

El azar o esa caprichosa forma que tiene la historia de repetirse ha hecho que coincidan en el espacio y en el tiempo la conmemoración de la riada de octubre de 1957 y la avalancha de las aguas en amplias zonas del territorio valenciano en octubre del 2007. Desde 1957 han ocurrido muchas cosas que han transformado el entorno urbano y las coordenadas cívicas de sus ciudadanos.

La capital valenciana aprovechó la oportunidad de ejercer su liderazgo a partir de su condición de zona más castigada por la tromba de agua que arrasó el perímetro metropolitano. La ciudad se había interpuesto en el curso del río Turia y su caudal recuperó el espacio que era suyo.

Siento haber acertado en mi último artículo, publicado el 10 de octubre, con lo que al día siguiente ocurrió en La Marina Alta, donde las lluvias excepcionales alimentaron la furia de las aguas y sacaron desde la Fontana (Xàbia), en la desembocadura del río Gorgos, las embarcaciones amarradas irresponsablemente en el lecho de un cauce natural constreñido y estrangulado por el afán consentido de construir edificios, muelles y escolleras en un espacio que es patrimonio de la naturaleza y donde el medio ambiente, cuando se desata, necesita poder expandirse sin que las barreras artificiales logren frenar su ímpetu.

Digan lo que digan, una parte importante del desastre originado en las cuencas de los ríos Girona, Gorgos y Gallinera se debe a la irresponsabilidad de los hombres más allá de los fenómenos atmosféricos que los ocasionaron. Se ha construido donde nunca se debía haber autorizado hacerlo. Se han levantado barreras y terraplenes que taponan las avenidas de las aguas. Se han hecho miles de barbaridades en zonas lacustres y pantanosas, que nadie habría osado invadir, con las consecuencias que hemos padecido y que todos tenemos que lamentar.

En 1957 fue especialmente el área de Valencia la que aprendió la lección, como punto de partida de una ciudad que inició su transformación a partir de una sacudida en su conciencia colectiva. En 2007 han sido amplias extensiones de las zonas turísticas de La Safor y La Marina las que se han visto sorprendidas por las consecuencias de una acción depredadora que no ha ocasionado la catástrofe, pero sí que la ha amplificado.

Como siempre, las imágenes y la percepción de estos accidentes naturales no son fieles a la realidad. Acabamos asistiendo a la procesión de políticos y altos cargos que con insistencia repetitiva desvían responsabilidades y lanzan buenas palabras que resultan insuficientes para quienes sufren y están abrumados por los acontecimientos y por la inseguridad.

Cada zona tiene constancia de que periódicamente padece determinadas inclemencias atmosféricas y la configuración del territorio se encarga de recordar por dónde desembocan los ríos y cómo actúan las aguas cuando se desencadenan lluvias torrenciales. Las recomendaciones para evitar los daños de estas últimas riadas quizás llegan tarde, porque ya se han construido edificaciones e infraestructuras viarias de difícil reconducción. Aun así, todavía es posible evitar males mayores. No se debe construir en zonas inundables. Habría que arbitrar medidas para mantener los cauces despejados y limpios, sobre todo cuando se ha rectificado el curso de las aguas.

Estos días se ha recordado que incluso en la ciudad de Valencia, donde se ha desviado el cauce del río Turia, existe el riesgo, si se repitieran los factores que motivaron la riada de 1957. Los cursos de los ríos pueden discurrir en superficie, pero por debajo circulan aguas subterráneas que, cuando se producen aportes extraordinarios de agua, elevan el nivel freático de las corrientes subterráneas que discurren por donde siempre lo han hecho. Por ese motivo, hay que controlar y proteger todas las edificaciones y construcciones que se sitúan en los cauces recompuestos de los ríos.

Falta valor para llamar las cosas por su nombre. La naturaleza y el territorio son como una enorme biblioteca que debe permanecer tal como fue concebida, después de que sus libros hayan podido ser aprovechados para incrementar la felicidad de las próximas generaciones.

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