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TRES MIRADAS, TRES ESTAMPAS
Columna
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Madrid, besar llorar

¿A quién no le gusta besar por las calles? No hay nieve en las aceras, ni se llena de paraguas a menudo, pero esta ciudad es tan buena como cualquier otra para besar, y también para llorar. Todo lo demás, tendrá, con el tiempo, una importancia relativa. Todas las guerras y sus estatuas serán finalmente vencidas. De lo propio no quedará huella.

Y eso que Madrid es la ciudad de mi infancia, la de los pollitos vivos que compramos en la plaza de Roma, para matarlos después de frío tras un baño que, visto con la distancia y la sabiduría de la edad, podíamos muy bien habernos ahorrado. Pero la infancia desaparece en la ciudad, cubierta de besos. Las esquinas se olvidan de los bancos y las citas, de las peleas. ¡Por qué alzaremos tanto la voz! Como se olvida cruelmente el enamorado de todos los desconocidos y hasta de algunos amigos. Se van los muertos de la ciudad y queda nada más el recuerdo de los besos y las lágrimas. Las joyerías se llenan de regalos para nadie, los libros que no se leen duermen tranquilos. Tampoco nos necesitan. De aquel que salió de casa pensando en verla, nadie volvió a hablar. Qué más da si no amó lo suficiente, si ya no puebla estas calles como un ciudadano justamente enamorado. Qué elegante y orgulloso se le vio salir entonces.

Se puede llorar y besar en cada rincón sin que nadie se sonroje

Se puede llorar y besar en cada rincón de Madrid, sin que nadie se sonroje. Se besan las lágrimas futuras, y se lloran los besos ya perdidos. Y así se va condenando el futuro, en estas calles, llenas de atardeceres y cielos hermosos y esas cosas que acompañan a los besos pero no son los besos. Se derrumban los grandes almacenes, los estadios de fútbol, la moda, los pasteles, toda forma de elegancia insignificante, de grotesca importancia. Se derrumban los túneles, los museos, el arte y las ferreterías. Los alcaldes, los reyes, los desfiles y las banderas se inclinan humillados. La Navidad no se recuerda, ni se recuerdan las fuentes del verano. Y al final, sobre este suelo que pisamos, no quedan más que los besos que dimos y las lágrimas que los cubrieron. Y tal vez la esperanza de besar, aquí mismo, de nuevo.

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