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Reportaje:FUERA DE RUTA

Permiso por un día

México prepara el retorno de sus muertos el 1 de noviembre

Los mexicanos no quieren dejar morir a sus muertos. Según la creencia popular, las almas de los difuntos obtienen permiso divino una vez al año para visitar a sus seres queridos, las de los niños el 31 de octubre y las de los adultos el 1 de noviembre. La familia les espera con ansiedad. Ha preparado una fiesta que va más allá de las ofrendas florales, la comida y la bebida para convertirse en una celebración de la memoria que incluye tanto la plática con los que se fueron como la ironía y el sarcasmo frente a lo irremediable; a la muerte le llaman la escueta, la huesuda o la que siempre enseña el diente.

Cuando los españoles llegaron a América, hacía más de 700 años que la Iglesia había cristianizado la festividad, pero en México se mezcló con las tradiciones locales y adquirió un ritual particular. Por ejemplo, en el pueblo de San Andrés Mixquic, al sur de la capital, al que llegamos dos días antes del festejo. El cementerio está en la entrada y nos quedamos mirando a las familias que estaban arreglando las tumbas.

Antes de salir, observé que tenía los pantalones perdidos de tierra y me detuve a limpiarme el polvo a manotazos hasta que vi, detrás de mí, una mirada de reproche. Doña Consuelo Partearroyo me explicaría después que hay que ir arreglados al panteón, si no, qué van a decir los difuntos. Madre de nueve hijos y abuela de 32 nietos, doña Consuelo lleva 15 años arreglando el altar de su marido. Desde primeros de octubre ha estado aseando la casa y la tumba para recibirlo. Y si bien, como todos los vecinos, ayuda a embellecer las calles, ha puesto especial atención en elaborar el distintivo que va a presidir el tejado de su casa. Hace sólo dos años que vive allí y necesita marcarla con un símbolo -en este caso, una madera con una estrella- con el fin de que el fallecido no se equivoque al regresar.

Al día siguiente, doña Consuelo se dispuso a preparar el altar de muertos de su casa y nos pidió que la ayudáramos. Frente a la pared había una pequeña tarima de madera de apenas un metro de profundidad a la que se accedía por tres pequeños escalones. Doña Consuelo sacó de una vieja alacena un mantel de encaje que había bordado su madre para desplegarlo sobre la superficie central y después cubrió las partes secundarias con papel picado.

Santos y santitos

Más tarde me pidió un salero que había en un estante situado a la izquierda. Al colocarlo, comentó: "Es para que el cuerpo no se corrompa en el viaje de ida y vuelta y pueda regresar el próximo año". Luego añadió un vaso de agua cuyo objeto es mitigar la sed del muerto, y la primera estampa de una serie interminable: "Para empezar, las de las ánimas del purgatorio, que sirven para obtener la libertad del alma de mi difunto. También vale una pequeña cruz hecha con ceniza, pero me gusta más así. No hay que olvidar las imágenes de los santos. Son los que interceden por él". Tras colocar sus santitos, se dirigió a la alcoba y la vimos regresar sosteniendo casi religiosamente una fotografía enmarcada que situó en la pared, presidiendo el altar. Doña Consuelo se quedó en silencio y la imitamos. Don Francisco tenía la expresión seria, debió ser buena persona.

De inmediato, el frenesí del resto de elementos: velas, veladoras o ceras, cuya llama simboliza la luz, la fe, la esperanza, la guía desde el más allá. Doña Consuelo nos matizó que en ocasiones se ponen en forma de cruz para representar los puntos cardinales y orientar el viaje del difunto. Tomamos nota mientras ella bajaba de una alacena un bote con incienso y la oíamos explicar que limpiaba el lugar de malos espíritus para que el muertito pudiera regresar a casa sin el menor peligro.

"¿Faltan muchas cosas?", le pregunté. "Lo más importante", respondió ella, ufana, limpiándose las manos en el delantal. "Primero, las flores; el 31 de octubre no pueden faltar las flores blancas, como el alhelí y la nube. También colocaremos aquel perrito de cerámica", dijo señalando un rincón, "y frutas y dulces. Es una ofrenda especial, los niños difuntos no deben encontrar alimentos picosos ni nada de alcohol".

Sentados en el suelo, acabamos ayudando a doña Consuelo a deshojar flores de cempasúchil (o clavel de moro) y a fabricar un camino de pétalos para guiar a los cadáveres a la ofrenda. "Mañana pondremos lo demás", nos dijo. Lo demás fueron dos docenas de elementos: un bizcocho dulce, llamado pan de muertos; unas pocas manzanas, que representan la sangre y la amabilidad; una calabaza en dulce; los platos preferidos de don Francisco, a saber, mole con pollo o gallina, barbacoa con todo y consomé; un vaso de chocolate de agua; un aguamanil, jabón y toalla, por si el ánima necesitaba lavarse después del viaje; dos o tres golletes, es decir, otros panes en forma de rueda que se colocan en la ofrenda sostenidos por trozos de caña. Unos días más tarde averigüé que estos panes simbolizaban en época prehispánica el cráneo de los vencidos, y las cañas, las varas donde se ensartaban. Y cuatro calaveras de azúcar, tres pequeñas y una grande, para representar a la Santísima Trinidad y al Padre Eterno. "Falta el remate", nos dijo doña Consuelo, guiñando un ojo. "A mi esposo, que en paz descanse, le gustaba mucho tomar una copita de licor después de cenar".

Mole negro

Al día siguiente, desde las doce del mediodía escuchamos el repicar de las campanas tañendo a muertos cada 30 minutos. Regresamos a casa de doña Consuelo. Estaba contenta, había cocinado mole negro y en el altar estaba todo preparado, cada flor en su lugar, cada vela en su sitio. Empezó a llegar la familia y nos hicimos a un lado para dejar sitio a los hijos, los hermanos y los nietos vivos que recibían las ánimas de la tía, el abuelo y el marido difuntos.

A las siete de la tarde, después de haber comido y bebido, las campanas de la iglesia indicaron la hora del campanero, el momento en que jóvenes y adultos podían trasladarse de casa en casa a saludar a los muertos ajenos y cantarles en coro al tiempo que hacían sonar sus campanas: "A las ánimas benditas les prendemos sus ceritas. Campanero, mi tamal". La familia les obsequiaba con tamales y frutas de ofrenda. Así, de casa en casa. Nos unimos a ellos por un rato y luego regresamos para seguir el rosario de las ocho.

Al terminar, cada uno encendió un cirio y lo colocó en el altar. Diez minutos más tarde, una vela cayó accidentalmente sobre el plato de mole y doña Consuelo se levantó para pedir a su familia que nadie tocara nada. Estaba resplandeciendo, pero no pudo evitar secarse una lágrima con la punta de un pañuelo, ya estaba segura de que su marido había manifestado su gusto por las ofrendas.

Nos despedimos. Queríamos ir al camposanto a pasar la noche del día 1 al 2 de noviembre recorriendo las tumbas a nuestro aire. En el cementerio empezamos a atisbar la razón por la que el barroco de etiqueta, de las iglesias y cuadros de nuestro país, se manifiesta con tal esplendor en México. Al tiempo que la imaginación transitaba desde las calaveras de Valdés Leal a las irreverentes calacas, nos dejamos envolver por un carnaval de sensaciones en el que se superponían las canciones con el copal y centenares de velas iluminaban los trajes estridentes con los que se había vestido la muerte: el amarillo de la flor de cempasúchil, el rojo de la pata de león, el blanco del alhelí. Deslumbrados por el color, detuvimos la marcha un momento y se acercó un familiar de doña Consuelo para presentarnos al cura. Era un hombre bajo, rechoncho, muy amable, que nos explicó con voz didáctica otras variantes de la fiesta. Durante unos minutos le escuchamos atentamente, en especial cuando nos describió que, cerca de Veracruz, los indios huastecos se disfrazan el día de muertos con las más variadas indumentarias, pero sólo los que portan máscara de madera son llamados "viejos", ya que su función es la de materializar el alma de los muertos. Pero después dejamos de atender: "En Puebla se entierra a los muertos con siete granos de maíz, siete granos de fríjol, siete tortillas, siete cruces de palma bendita, cera bendecida...".

Pedro Jesús Fernández es autor de las novelas Peón de rey y Tela de juicio (Alfaguara)

GUÍA PRÁCTICA

Información- San Andrés Mixquic pertenece a Tláhuac (www.tlahuac.df.gob.mx).- www.visitmexico.com.Dormir- La Casona (0052 55 52 86 30 01; www.hotellacasona.com.mx). Durango, 280, y Cozumel (Colonia Condesa). Estilo colonial. Precio: 80 ?.- Camino Real México (0052 55 52 63 88 88; www.caminoreal.com). Mariano Escobedo, 700 (Colonia Polanco). Precio: 120 euros.- Hotel Catedral (0052 55 55 10 85 85; www.hotelcatedral.com.mx). Donceles, 95 (centro). Precio: 30 euros.- Hotel de Cortes (0052 55 55 18 21 81; www.hoteldecortes.com.mx). Hidalgo, 85 (La Alameda). Céntrico. Precio: 50 euros.

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