¿Reino Unido en una Europa desunida?
Bertie Ahern, primer ministro de Irlanda, al dar la bienvenida a los diez nuevos Estados que ingresaron en 2004 en la UE, utilizó una hermosa frase definitoria de la razón de ser de la Unión Europea: "Nunca debemos olvidar que de la guerra hemos hecho la paz; del odio, el respeto; de dictaduras, democracias; de la pobreza, prosperidad".
Desde luego, la Unión Europea es el experimento más exitoso, innovador y con mayor visión de futuro llevado a cabo en el área de la gobernabilidad global en los tiempos modernos. La Europa de la que emana la UE es la suma de todo lo que ha sido considerado moderno: la lucha por los derechos civiles, la democracia, la constitución, la solidaridad social, el sentido de Estado. Además, la UE persigue la solidaridad con el Tercer Mundo, la promoción de la democracia, las libertades públicas y los derechos humanos, así como el respeto del derecho internacional en consonancia con los principios y valores de la Carta de las Naciones Unidas.
En definitiva, la Unión Europea pretende asentarse en las relaciones internacionales como una potencia civil, un concepto que implica la construcción de una posición singular europea que pone énfasis más en los instrumentos diplomáticos que en los coercitivos, en el papel central de la mediación a la hora de resolver conflictos, así como en la importancia de las soluciones económicas a medio o largo plazo para resolver los problemas políticos.
Así las cosas, no resulta extraño que numerosos extracomunitarios se sientan atraídos por Europa. No me refiero sólo a los miles de seres humanos (que también) que, para lograr una vida mejor, se la juegan, y a menudo la pierden, desafiando al océano. Aludo a políticos e intelectuales que no siendo europeos, profesan una fe europeísta. Y la manifiestan con entrañable franqueza. Por ejemplo, en 2006, el presidente de Indonesia, Susilo Bambang, le espetó a Javier Solana: "Si volviera a nacer, quisiera hacerlo en Europa".
Mani Shankar Aiyar, ex ministro indio del Petróleo, dijo que la UE sirve de ejemplo a los asiáticos sobre cómo una progresiva integración económica puede, a la larga, originar una unión política; pidió que Asia imite a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, y propuso "una comunidad asiática del gas y del petróleo como precursores de una cierta unidad de Asia". Otros suscitan abiertamente que la Unión puede constituir un modelo para su continente, y cuando nosotros nos hallábamos en plena crisis a causa del rechazo franco-holandés del Tratado Constitucional, el director de un centro malaisio de investigación, Abdul Razak Baginda, restaba importancia a la misma: "Sabemos que lo que está ocurriendo es parte de un proceso. Sabemos que Europa ha recorrido un largo camino y que ésta es la siguiente fase en la evolución europea".
Como Baginda, yo también apuesto a que lo que está ocurriendo es parte de un proceso. La cuestión estriba en si la actual fase, con 27 miembros, es de la misma naturaleza que las anteriores, o si la persistente actuación de alguno de los nuevos socios (Polonia y otros) y la de alguno de los clásicos (Reino Unido, especialmente) está alterando el proceso. Me pregunto si la recalcitrante ausencia de voluntad unitaria -no sólo en política exterior, pero sobre todo en ella- no hará mucho más largo -y tal vez desanimante- el camino.
¿Para cuándo una actitud única no supeditada a Washington que distinga las voces de los ecos? ¿Será capaz Europa de establecer matices diferenciadores con Washington a propósito de Palestina, Irak, Irán y Afganistán? ¿Qué hacemos con Turquía: la integramos (dentro de tres lustros) o la "asociamos" vía Unión Mediterránea? ¿Por qué hacemos el ridículo en Libia con una sui géneris diplomacia unilateral francesa que irrita a Alemania? ¿A qué jugamos con Rusia? Por muy execrables que sean su sistema y sus mafias (tratamos con guante de seda a
otros peores), ¿por qué permitimos que la carne polaca y el gasoducto Rusia-Alemania conviertan a Varsovia en la madre de todos los vetos, lo que, además, le acerca a Washington y la aleja de Bruselas? Claro que también permitimos que Varsovia y Praga negocien por su cuenta una política bilateral de visados con Washington.
La opinión pública está ya lamentablemente habituada a las peculiares iniciativas de los gemelos polacos, pero ¿cuántos ciudadanos conocen el desapego europeísta del presidente checo, Václav Klaus? Klaus desea que la Unión Europea se convierta en una mera, laxa, alianza de Estados y, a ser posible, sin cuartel general alguno en Bruselas.
En diciembre ha de celebrarse en Lisboa una cumbre UE-África. Para varios países europeos (especialmente, el Reino Unido), Zimbabue es, no sin razón, un apestado. Mugabe ha arruinado a su país. No obstante, goza del apoyo de varios Estados del continente negro, sobre todo de uno clave, Suráfrica. Benita Ferrero-Waldner lo tiene claro y responde así a Londres: "No debemos consentir que nuestra relación con África resulte afectada a causa de Mugabe".
El 14 de febrero de 2007, los ministros de trabajo de España, Francia, Italia, Grecia, Bélgica, Hungría, Bulgaria, Chipre y Luxemburgo suscribieron una declaración pidiendo un "nuevo impulso de la Europa social" y convocaron a "la Unión Europea a comprometerse, a nivel internacional, con la promoción de los valores y principios de su modelo social".
Pero el Reino Unido lidera en la UE el campo de quienes se oponen a tal ímpetu social. Ese país también es contrario a la Carta de Derechos Fundamentales y hostil al concepto de ciudadanía europea. Y Tony Blair ha despejado toda duda: "Continuaremos insistiendo en nuestra capacidad de dirigir nuestra propia política exterior y de defensa independientes". De ahí la tradicional y persistente política británica (abrumadoramente apoyada por el Parlamento de Westminster, sus ciudadanos y sus medios de comunicación) de ampliar Europa al máximo (Turquía incluida) con el fin de impedir su profundización y consolidación como unión política.
Están en su derecho. Inglaterra es, desde luego, la madre de todas las democracias, pero su modelo europeo -que no europeísta- no es el de la mayoría. Es obvio que tampoco los otros 26 están unidos. Por eso hay quien piensa que Londres está consiguiendo -con nuestra anuencia- construir una Europa que se adapta a su filosofía y a su práctica, interna y externa. Que no comparte los valores y las claves fundamentales de quienes buscan consolidar una auténtica Unión Europea. De ahí que Jo Leinen, presidente de la Comisión Constitucional del Parlamento Europeo, diga que "ya tenemos una Europa a dos velocidades".
¿Es ésa la Europa en la que el presidente de Indonesia habría querido nacer? Si, como anuncia Leinen, hay ya dos Europas, los europeístas debemos movilizarnos -vía cooperaciones reforzadas- para evitar que la decepción, el desánimo y la amargura queden implantados en Europa. Sólo así podremos evitar que el acerbo juicio que Soledad Gallego-Díaz desgrana en El mundo sabe ya lo que esto da de sí (EL PAÍS, 29-6-2007) acabe transformándose en profunda depresión europeísta: "Lo más honesto sería advertir ya a todos los ciudadanos de que esto es lo que hay. Dejen de marearnos con ideas sobre una Europa potente y decisiva, capaz de defender valores comunes y de ayudar a equilibrar un mundo peligroso e injusto... Somos, simplemente, un fantástico mecanismo mercantil que nos da prosperidad, relaciones pacíficas y estabilidad económica. No es poco, desde luego. Es incluso verdaderamente estupendo. Pero no es de lo que se hablaba hace diez años".
Emilio Menéndez del Valle es embajador de España y eurodiputado socialista.
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