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La Sinfónica hace bailar al público en su primer concierto en Brasil

En São Paulo, la mayor urbe de Suramérica, muchos lugares tienen nombres indígenas. Ibirapuera significa árbol podrido, nombre que los primeros habitantes le daban a la zona pantanosa que, una vez desecada mediante la plantación intensiva de eucaliptos, se creó, cercano al centro histórico de esta enorme ciudad, un inmenso parque urbano.

A su entrada, vendedores de frutas ofrecen al visitante cocos frescos, sandías y todo un surtido de jugosidades tropicales idóneas para mejor llevar los 29 grados de temperatura que ya hacía a las 10.30 horas del domingo, antes de comenzar el primer concierto de la Orquesta Sinfónica de Galicia en Brasil. Éste se celebró en la parte exterior de un teatro reversible: un amplio escenario se abre al parque o, en caso de lluvia, al interior de un teatro de 800 localidades, y cada obra del programa es presentada con una breve y clara locución que facilita su comprensión y su acogida por el público.

La luz del cielo de la mañana en Ibirapuera, en el concierto al aire libre, produjo un contagio mutuo del ambiente de fiesta entre escenario y público. La cara de alegría del solista de contrabajo, Diego Zecharies, en las primeras obras del programa -obertura de Candide de Bernstein y 2ª suite de El Sombrero de Tres Picos de Falla- era una invitación a gozar de un concierto que transmitía a los asistentes el mismo frescor y todos los matices de sabor de las frutas que se vendían a la entrada.

Una pareja de japoneses

Esta vez, la sólida versión ofrecida concitó unanimidad en el público. Ante los distintos y contagiosos ritmos la reacción del artista, el parque se dividió en dos: mientras una mayoría escuchaba muy atentamente, otros ("estamos no Brasil, senhor") se pusieron a bailar. Hasta una pareja de japoneses fue vista en tal actitud. ¡Japoneses bailando; un milagro! "Não, senhor". En São Paulo vive una colonia japonesa de un millón de personas tan perfectamente arraigadas que con este clima y estos ritmos se les van los pies. Como a cualquiera le pasaría aquí.

El Capricho Español de Rimski y El Pájaro de Fuego de Stravinski cerraban el programa. La espectacularidad de la primera obra terminó de animar el ambiente. El clarinete de Joan Ferrer y los solos de trompa dieron nuevos destellos para alumbrar más si cabe el habitual festival de color y energía del Capricho.

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Luego, la obra de Stravinski fue el colofón de solidez de un concierto que explica por qué el crítico del diario La Nación, de Buenos Aires afirmaba el otro día: "Técnicamente, la Sinfónica es un organismo de precisiones y justezas admirables". Su seria y bien matizada versión terminó por arrancar grandes ovaciones del público y hasta un sonoro "¡Viva España!" que un emocionado señor entrado en años gritó agarrado a la valla que separaba el escenario de las primeras filas del público.

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