¿El crepúsculo de qué?
Un gris ministro de Franco, gallego como tú, como yo y como él, sentenció aquello de "el crepúsculo de las ideologías" en el amanecer de los años setenta. Ni como descripción acertó el intelectual tardofalangista, ni en aquellos tiempos ni, con toda seguridad, en los actuales. Nunca se han repetido tanto y tantos tópicos sobre el pragmatismo de la política, la inutilidad de las ideologías o la irrelevancia de la diferenciación derecha-izquierda como ahora, pero en contradictoria convivencia con una lucha ideológica camuflada, obsesiva, insistente y supersticiosa. Por mucho que los políticos "pragmáticos" levanten retóricas enormes y tediosas sobre los problemas de la vivienda, paradójicamente todo lo máximo que llegan a concretar cuando dicen que hay que hablar y tratar de los problemas reales de la gente, vivimos en tiempos en que el juego de los intereses y la crispación siempre acaba teniendo que ver con cuestiones claramente ideológicas con el inconveniente que no se debaten como tales, sino como verdades inapelables del llamado sentido común, cuando no de la inefable ley natural.
Obsérvese si no la saturación ambiental en las últimas semanas sobre la monarquía o la unidad de España. El disparate llegó a uno de sus mayores despropósitos con la mezquina intención del PP de promover una moción parlamentaria por la que el PSdeG y el BNG renunciasen a convocar nunca un referéndum sobre la soberanía de Galicia. Efectivamente, tan peregrina idea sólo podía surgir del partido del mismo líder que reclamó en su día las actas de la negociación con ETA.
Cualquier discrepancia o variación que se aparte del pensamiento único de monarquía y unidad de España se despacha con argumentos sobre su legalidad o no pero nunca se debate en su esencia. Faltaría más que seamos los que cuestionamos la monarquía o la organización actual del Estado los que tengamos que demostrar nuestra inocencia legal. Eso se llama inversión de la carga de la prueba y me recuerda un caso que me contó el letrado Monteagudo de Muros cuando me documenté con él sobre posibles casos para el juez de Mareas Vivas. Un vecino acudía reiteradamente al abogado para exigirle que le consiguiese un certificado de que no sabía nadar. Después de sus muchas visitas, aquel hombre accedió a revelar la razón última de por qué solicitaba ansiosamente tan insólito certificado: era la única forma en la que podía salvar su honor respecto a los rumores locales de su presunta participación en el robo de una embarcación fondeada y a la que sólo se podía llegar nadando.
Es posible y cierto que los republicanos y los que queremos otra estructura del reino de España deberíamos explicar y fundamentar qué cambios podría suponer eso realmente en las condiciones de vida de todos, pero no es menos cierto que los fundamentalistas de la Monarquía y la España unida deberían demostrarnos que éste es el mejor de los mundos posibles porque es tan precario y frágil como que es lo único que conocemos.
Es cuestión vital de democracia cómo se decide la jefatura del Estado y cómo se organiza ese Estado, precisamente porque vivimos en una Europa y un mundo globalizado y cambiante. En el contexto actual tan desfasado está el separatismo convencional como las naciones-estado tradicionales. Que no se evada el debate en términos ideológicos pero sobre todo que no se nos pida a republicanos y confederales el certificado de que "no sabemos nadar", de que renunciamos a promover y verificar democráticamente nuestras convicciones.
En el fragor de este falso y supersticioso crepúsculo de las ideologías, hay veces que uno añora a los verdaderos tecnócratas.
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