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Columna
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La sombra del 93

José María Ridao

Tras el aluvión de precipitadas promesas electorales con las que el Gobierno se ha propuesto tomar la iniciativa en el ámbito de la política social, las encuestas siguen invariables, augurando el mismo resultado incierto que ha marcado la práctica totalidad de la legislatura. Tampoco la reactivación del flanco territorial por parte de la oposición, en este caso auxiliada por las ensoñaciones del lehendakari Ibarretxe y por los incidentes antimonárquicos en Cataluña, parece favorecer claramente sus expectativas: el PP se acerca o se aleja del resultado de los socialistas, pero no consigue romper el empate técnico que señalan los expertos. La inmovilidad casi mineral de los pronósticos se ve reforzada, además, por el juego de equilibrios cruzados de las encuestas. Mientras que el líder del PP obtiene menor aceptación que el de los socialistas, la fidelidad de sus votantes es superior.

El aparente contrasentido de que un líder poco valorado obtenga, sin embargo, una alta fidelidad de sus votantes puede encontrar una explicación estadística. La política de oposición seguida por el PP, reclamando el monopolio absoluto de cualquier causa que adopte para desgastar al Gobierno, hace que no sólo los votantes socialistas, sino también los de las restantes fuerzas políticas, vean mal la tarea de su principal dirigente. Es lo que no ocurre en el caso del Gobierno: tan sólo los votantes populares puntúan a la baja al presidente, mientras que los de las restantes fuerzas políticas modulan su valoración, con independencia de que estén más o menos de acuerdo con sus iniciativas. El resultado estadístico favorece, entonces, a la popularidad de líder socialista en detrimento de la del líder popular, sin que eso se refleje de manera automática en las tendencias de voto.

Pero las encuestas son simples instrumentos de análisis cuyas cifras no pueden ni deben sustituir a la explicación política. Junto a la idea de que el líder del PP aparece mal valorado sólo porque son muchos los ciudadanos que le puntúan a la baja, se podría pensar que el Gobierno ha seguido una arriesgada estrategia que, en último extremo, ha favorecido que ese dato pueda coexistir con la alta movilización de los votantes populares. Durante buena parte de la legislatura, se ha pensado que los excesos de la oposición se traducirían en un aumento de votos para los socialistas. El camino parecía, así, despejado para que el Gobierno llevase adelante los puntos más discutibles de su programa pese a los exabruptos de la oposición, porque serían precisamente esos exabruptos los que contribuirían a aumentar las expectativas electorales, movilizando otra vez a los votantes socialistas que acudieron a las urnas en 2004.

Las encuestas, siempre instaladas en un terreno próximo al empate, no sólo no han confirmado por el momento esta hipótesis, sino que tal vez han contribuido a ocultar uno de los fenómenos más relevantes que se estaban produciendo en España, y que perjudicaría sobre todo al partido socialista. Lo que hoy parece primar entre los votantes populares no es la adhesión a las políticas que ofrece su partido, sino el deseo cada vez más vehemente de ver a los socialistas fuera del Gobierno. A este respecto, sus eventuales discrepancias con actitudes tan cerriles y, en el fondo, tan desestabilizadoras como el apoyo a las fantasías sensacionalistas en torno a los atentados del 11 de marzo o la defensa a ultranza del apoyo a la invasión de Irak pasan a un segundo plano, acalladas por el objetivo único de desalojar de La Moncloa a los socialistas. Da igual lo que digan y hagan Rajoy y los suyos, lo importante a ojos de sus electores es votarles para que les libren de Zapatero.

Existen, pues, muchas posibilidades de que las elecciones de marzo no den paso a un periodo de mayor sosiego. Si el PSOE no incrementa su ventaja o resulta rebajada, los estrategas populares pensarán que la dosis de exabruptos ha sido insuficiente, y la situación no sería distinta de la que se vivió tras las elecciones del 93. Pero si es el PP el que obtiene la victoria, no sería extraño que sus estrategas imaginen que los ciudadanos han convalidado sus exabruptos y se sientan refrendados para mantener el rumbo hacia nuevos e inéditos desastres.

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