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AGENDA GLOBAL | ECONOMÍA
Columna
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Capitalismo bueno, capitalismo malo

Emilio Ontiveros

MODERNIZAR UNA ECONOMÍA equivale a sentar las bases para que en la misma emerjan posibilidades de innovación o de eficiente asimilación de las generadas en otras economías. La innovación es uno de los más importantes exponentes de la productividad total de los factores; éste es uno de los fundamentos del crecimiento de la productividad del trabajo y, en definitiva, del PIB por habitante: de la prosperidad en su acepción más completa.

Los vehículos que hacen posible que en una economía florezca la innovación son los empresarios, los emprendedores: contestadores de lo establecido, propiciadores de las discontinuidades que tienen lugar en la forma en que crecen las economías. Son, efectivamente, los agentes de la innovación y de la dinámica de destrucción creativa, de la que empezó a hablar Joseph Schumpeter en 1942, ya sea a través de la creación de un nuevo producto, un nuevo servicio o de nuevas formas de hacer las cosas.

Los vehículos que hacen posible que en una economía florezca la innovación son los empresarios, los emprendedores

La destrucción creativa era el rasgo esencial del capitalismo, cuyo estudio acabó convirtiéndose en la gran obsesión de Schumpeter, como nos ilustra la reciente biografía de Thomas K. McCraw, Prophet of Innovation (Harvard University Press, 2007). Esa dimensión regeneradora del sistema, "un capitalismo estabilizado es una contradicción en sus términos", es la que emerge de su concepción del empresario emprendedor como pivote sobre el que giran las principales transformaciones económicas. Son ellos los que articulan la modalidad de capitalismo que asegura un mejor crecimiento: la consecución de una mayor renta per cápita, según la taxonomía en la que se basa el último libro de William Baumol, escrito junto a Robert E. Litan y Carl J. Schramm, Good Capitalism, Bad Capitalism, and the Economics of Growth and Prosperity (Yale University Press, 2007). El capitalismo emprendedor se presenta diferenciado claramente de esas otras tres categorías que completan la taxonomía: capitalismo oligárquico, en el que la propiedad exhibe un elevado grado de concentración; capitalismo estatal, en el que los Estados son los principales orientadores de la actividad económica, y capitalismo burocrático, dominado por grandes empresas, donde encajarían algunas economías de Europa occidental y Japón. La relevancia de esas categorías no radica sólo en su facilidad descriptiva, sino en sus consecuencias normativas. Sólo la primera sería, efectivamente, la representativa del capitalismo bueno, como el colesterol. La identificación en la realidad de modelos tales en su formulación más estricta no es fácil, pero sí lo es encontrar combinaciones mejores que otras, como aquellas economías en las que, contando con grandes empresas, existe el oxígeno competitivo suficiente para que emerjan nuevas. Son éstas las responsables de la mayoría de las innovaciones y, en no pocas economías, de la mayor creación de empleo y aumentos de la productividad del trabajo.

Bases tales son las que subyacen en la preferencia de algunos gobiernos y agencias multilaterales por el fomento de la capacidad para emprender, eliminando obstáculos para asignar talentos a la creación de empresas innovadoras. No se trata tanto de fomentar a ultranza la natalidad empresarial, independientemente de su propósito, sino de favorecer la asunción de riesgos en proyectos regeneradores: de crear climas propicios a la asignación de talentos a esa función emprendedora. Reducir barreras de entrada y no estimular a los buscadores de rentas son acciones claras al respecto. Del éxito que las sociedades consiguen en la generación de esos incentivos depende, con bastante independencia de los avatares cíclicos, que unos países garanticen que sus economías no son sólo grandes, sino también prósperas, gracias a la facilidad para desplazarse hacia la frontera de la innovación, hacia la modernización, en definitiva. Los dos libros no serían malos acompañantes para aquellos que en estos días tienen la responsabilidad de elaborar propuestas tendentes a la modernización de la economía española; éste será, con toda seguridad, uno de los enunciados más frecuentes de los programas económicos de los partidos políticos. Modernizar la economía española, sin menoscabo de la necesaria aceleración del ya explícito fortalecimiento de las dotaciones de capital humano y tecnológico, equivale también a desplazarla hacia un capitalismo más emprendedor.

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