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Columna
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Las vidas

Ian Gibson viajó por primera vez a España hace 50 años. Era entonces un muchacho que negociaba el futuro con su vida. Las negociaciones vitales son imprevisibles, dependen de las búsquedas disciplinadas, pero también del azar de los descubrimientos, de la imprudencia natural de los días que no se acomodan a la rutina. Todos escribimos la novela de nuestra vida, y la escritura depende tanto del oficio y la paciencia como de la suerte y el hallazgo inesperado. El viaje a España de Gibson marcó un destino que había empezado en las lluvias del norte y en las carreras de un jugador irlandés de rugby, para desembocar a lo largo de los años en la mesa de trabajo de un español dedicado a escribir biografías. Mientras se involucraba en la historia de España, con aficiones de andaluz, madrileño y ornitólogo, fue componiendo libros indispensables sobre Antonio Machado, Federico García Lorca y Salvador Dalí. La historia que cuenta en su último ensayo, El hombre que detuvo a García Lorca. Ramón Ruiz Alonso y la muerte del poeta (Madrid, Aguilar, 2007), nos devuelve a la Granada de los años 30, a un tiempo de rara ilusión y de llamativa elevación cultural, que se fue deshaciendo en el vértigo de las contradicciones sociales y en la violencia de los dogmas. Muchos datos acerca de la reacción de la España conservadora ante el estreno de Yerma, o de la detención y la ejecución del poeta, eran ya conocidos. Pero en el nuevo libro de Gibson se respira con más intensidad que nunca el aire de una ciudad infectada por los rencores, las envidias y los vientos podridos. Ruiz Alonso, el "obrero domado", el diputado de la CEDA, el ciudadano que alcanzó una fama efímera por las apariciones demagógicas, los mítines agresivos y el gusto por asistir a las ejecuciones de los condenados a muerte, ejemplifica en sus artículos de periódico y en sus intervenciones públicas ese rencor que nace de la insatisfacción personal, de la incapacidad de admitir la felicidad ajena, del esfuerzo por confundir el abismo de las propias limitaciones con la calumnia y la enemistad apasionada.

Las declaraciones de Ruiz Alonso contra Fernando de los Ríos y Federico García Lorca, "el poeta de la cabeza gorda", y los valores políticos que representan, prueban que el escritor granadino fue ejecutado por ser una figura republicana comprometida con el Frente Popular. Pero las biografías de Ruiz Alonso y de otros personajes que aparecen en el libro demuestran que las guerras y los golpes de estado dejan las manos libres a los que necesitan cumplir las imperativas sentencias de su envidia. La envidia es mucho más dogmática que la alegría. Los manuscritos corregidos y las tardanzas en publicar nos hablan de un García Lorca poco autocomplaciente, lleno de búsquedas y de dudas sobre sí mismo. La gente que lo envidió y lo persiguió parece mucho más segura de su genialidad. La envidia no acepta matices, es bipartidista, establece una angustiosa competencia entre la soledad del yo y las razones del otro. Lo peor es que no concede ninguna satisfacción. Mientras engrandece al enemigo, no consigue evitar, en el último pliegue de la noche, la conciencia de la miseria propia. La envidia hace sufrir hasta el final, incluso cuando la víctima ha desaparecido. Agustín Penón, uno de los primeros investigadores de la muerte del poeta, entrevistó a Ruiz Alonso en 1956. En su despacho, vio una foto de su familia amparada por la Virgen y un ejemplar en piel de las Obras Completas de García Lorca. El envidioso advirtió la grandeza del poeta mucho antes que los investigadores nacionales o internacionales que lo acosaron con preguntas en su vejez. Uno llega a apiadarse de la tragedia del envidioso, pero se alegra de vivir en tiempos de paz. Los que se limitan a calumniar y a consolarse con sus dogmas en épocas tranquilas, pasan a venganzas más contundentes en las ocasiones que ofrecen las dictaduras y las guerras. Borran las vidas ajenas. Ian Gibson ha dedicado la suya a lo contrario: a escribir las biografías de algunos de los españoles más notables del siglo XX.

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