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¡Que paguen ellos!

Leo un titular en un periódico de hace poco más de un año: El partido tal "plantea el transporte público gratuito para jóvenes y ancianos". Y otro, de poco antes de las elecciones municipales de este año: El candidato cual "promete transporte gratis para los menores de 21 años". Los respectivos artículos envolvían esas noticias en consideraciones sobre la necesidad de reordenar el transporte urbano para ahorrar energía y evitar la congestión y la contaminación, lo que me parece bien. Pero no encontré referencia alguna a la dimensión ética de esas promesas electoralistas: ¿es justo prometer el transporte gratuito para los jóvenes?

No es eficiente, por supuesto, porque lo que es gratuito se utiliza de manera desproporcionada. Si un viaje en metro tiene coste cero para el usuario, el incentivo a viajar, también cuando no haga falta, es muy alto. Pero el coste de producir el servicio para la compañía municipal de transportes no es cero, ni mucho menos. Y el coste social que recae sobre todos nosotros es mucho mayor, si tenemos en cuenta que la contaminación, la congestión del tráfico, los inconvenientes para los demás ciudadanos y el uso de energías no renovables apenas entran en el billete, ampliamente subvencionado, que pagamos. Si queremos solucionar esos problemas sociales, lo que habría que hacer es encarecer -y mucho- el metro y el autobús.

Pero, como ya he apuntado antes, me parece que, independientemente de las posibles razones de conveniencia política que puedan haber aconsejado esas promesas, no es justo que se concedan esas ventajas precisamente a los jóvenes. Y hablamos aquí de justicia distributiva, es decir, de cómo se reparten las cargas y los beneficios. El transporte urbano corre gracias al petróleo, a la electricidad,... y a los impuestos de los ciudadanos, que cubren una parte importante de los costes. Por tanto, cuando se promete transporte gratuito, lo que se está haciendo es imponer un gravamen extraordinario, no sólo sobre los demás viajeros, que quizá tendrán que pagar más por sus trayectos, sino también sobre ciudadanos que no viajan. Y la pregunta clave es: ¿está justificado ese reparto de costes para unos y de beneficios para otros?

¿Hay razones objetivas para que unos ciudadanos disfruten de viajes gratis, a costa de los impuestos de otros? Las hay, por supuesto, más o menos discutibles, pero probablemente correctas: para los minusválidos, por ejemplo, que merecen que la sociedad les ayude a llevar una vida que se parezca en lo posible a la de los demás; o para las personas retiradas, quizá como compensación por lo reducido de sus pensiones, sobre todo si sólo pueden disfrutar del transporte gratuito fuera de las horas de congestión en el transporte.

Pero en el caso de los jóvenes, me cuesta ver las razones que avalan esa medida. ¿Por qué transporte gratuito y no comida gratuita o ropa gratuita? ¿Porque la comida es un bien privado y el transporte corre a cargo del Ayuntamiento, es decir, de una masa anónima de ciudadanos pagadores de impuestos? ¿Qué efectos positivos esperamos de la gratuidad del transporte? ¿Más incentivos para estudiar o trabajar, para llevar una vida sana o para participar en actividades de promoción y servicio social? Y, ¿por qué los jóvenes, y no otros colectivos, como las madres con niños o los inmigrantes?

"Bueno, ya te has desahogado", me dice el lector. La verdad es que no pretendía desahogarme contra los políticos ni contra los jóvenes. Quería transmitir un mensaje: nuestra percepción de la justicia de la sociedad en que vivimos está hecha de un delicado equilibrio entre lo que damos y lo que recibimos, o mejor, entre la percepción subjetiva del equilibrio entre lo que damos y lo que recibimos. Pequeños detalles como la promesa del transporte gratuito acaban influyendo en nuestra valoración de la justicia de la sociedad en que vivimos. Por eso son detalles importantes. Y, sobre todo, conviene que los políticos y gobernantes nos enseñen a razonar en términos de lo que es una sociedad justa. Y promesas como la que comentamos no ayudan a ese aprendizaje.

No tiene sentido que llevemos una contabilidad de lo que damos y de lo que recibimos, de modo que, al final del día, podamos afirmar que hoy el Ayuntamiento me debe tres euros, que es la diferencia entre lo que he dado y lo que he recibido en forma de servicios municipales. Hemos de dar con generosidad a la sociedad, porque es nuestra sociedad, la casa donde vivimos, la ciudad en la que nos movemos. Y sólo seremos generosos en esa contribución al bien común si tenemos la impresión de que ese reparto entre dar y recibir está más o menos equilibrado. O mejor, si estamos dispuestos a dar más, porque los que reciben más lo merecen.

Antonio Argandoña es profesor de IESE.

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