Esmalte sobre oro
"Inundo las manos en barbotina de porcelana blanca, mis brazos desaparecen". Al comienzo debió pensar en la huida. Que se trataba sólo del anhelo secreto de abandonar la triste oficina de seguros donde dilapidaba su juventud. Pero enseguida debió percatarse de que era algo mucho más grande, una rabia irrefrenable, una avasalladora necesidad de crecer.
A Carmen López (Sevilla, 1958) la conocí en aquellos días de furia inaugural, de asombrosa revelación que acomete a algunos artistas tardíos, cuando descubren aturdidos que aquello que se agitaba violentamente en su interior eran unas insólitas ganas de contar el mundo de otra manera. Desde aquel lejano aprendizaje en los años 80 hasta sus más recientes exposiciones en Zaragoza, en Lugo o Sevilla, ha transcurrido un cuarto de siglo de completa y apasionada dedicación a la cerámica, en dos vertientes complementarias: la creación de una obra propia muy original y considerable y la docencia en dos reputadas Escuelas de Arte andaluzas, la León Ortega de Huelva y la del Pabellón de Chile sevillana.
Tan sólo un punto de inflexión se ha permitido la ceramista en su sólida trayectoria: cuando el año 2000 hizo de bisagra entre los dos milenios que nos tocaron en suerte, Carmen López canjeó la enseñanza de las cosas del barro por la del esmalte al fuego, un cambio que ella minimiza declarando que químicamente las dos disciplinas vienen a tratar y alimentarse con lo mismo: unos pigmentos, unos soportes -antes el barro, ahora el metal-, una más que generosa temperatura. (La modestia le obliga a soslayar otro ingrediente: su talento, ese que deja calladamente en el horno junto a las piezas para que las acompañe en su prodigioso viaje a través del calor.) De todas formas, sospecho que el cambio escondió en verdad algo más esencial: con esa mudanza entró Carmen en el siglo XXI sin dejarse sorprender con el paso cambiado. Imagino que la posmodernidad obliga. El artista debe sin remedio atender a ese prurito de combinar materiales, de mezclar el poliéster con la pintura, el cobre con la porcelana, la tela con el cartón y el hierro. Y el ceramista contemporáneo está bien lejos de parecerse a los alfareros primigenios que se ganaban el pan con sus prosaicas colecciones de adobes y tejas.
Carmen López trabaja en el taller de Emidio Galassi en Faenza, o expone en la Municipalitè de la Galie, o colabora con Yuhki Tanaka en Kioto, y visita cada año cientos de exposiciones, sola o abrumada de alumnos ("¡Si les vieras las caras mientras se dejan arrastrar por entre las más inconcebibles propuestas de Arco!"), así que está bien empapada de la creación más rabiosamente contemporánea, muy al tanto de las más raras maneras de mirar el porvenir del arte. Integrada en un colectivo de grandes ceramistas -Joan Serra, Mia Llauder, Luciano Hernández, Emilia Guimerans...-, cuya obra se vio recientemente en la Fundación Aparejadores de Sevilla, Carmen López terminará por rebatir el viejo adagio de que es un desperdicio recubrir con esmalte el oro. Tiempo al tiempo.
Hipólito G. Navarro es autor de la novela Las medusas de Niza.
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