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Columna
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Para llorar

A los ocho meses de ser investido emperador, Calígula nombró cónsul a su caballo favorito e inició un régimen de despotismo teocrático en el que exigía ser adorado como un dios. En poco tiempo agotó el tesoro público, cargó a su pueblo de impuestos y asesinó sin miramientos a todos los miembros de la aristocracia que pudieran hacerle sombra. Pero, eso sí, a la hora del crepúsculo, cuando el cielo se tintaba de añil en los atardeceres romanos, mandaba que le trajesen su lagrimario, una especie de ánfora diminuta de jade. Se la aproximaba a los ojos con el meñique levantado, como una ancianita inglesa tomando el té, y con mucha parsimonia iba depositando allí las penas que el ejercicio del poder imponía a su exquisita sensibilidad.

Desde tiempos inmemoriales todos los asesinos del mundo han sido en la intimidad unos llorones sin remisión. Ahí tenemos a Arias Navarro, conocido como el carnicerito de Málaga por su afición a la sangre de paredón, haciendo pucheros de Nenuco en la pantalla del telediario cuando Franco murió de su propia muerte. También el dictador era propenso a la lágrima fácil. Hay una imagen del caudillo en su cuartel general del palacio episcopal de Salamanca, en pijama y babuchas de cuadros, con las canillas peladas, tomando chocolate con picatostes ante dos pilas de expedientes penitenciarios y firmando sentencias de muerte entre bocado y bocado. A su lado, doña Carmen Polo bordaba un pañuelo con punto de cruz para que su excelencia se enjugara las lágrimas de ternura al contemplar a la niña Carmencita, jugando con una muñeca vestida de falangista. Un alma sensible donde las haya habido.

Ahora el periodista Rober Draper, amigo del presidente de EE UU, acaba de sacar un libro de entrevistas con George Bush, titulado Certeza absoluta, en la que el mandatario americano confiesa que también llora. Y mucho. "Los iraquíes me observan, las tropas me observan", afirmaba sin dejar de devorar perritos calientes bajos en calorías, "el mundo me observa y yo lloro". "Tengo el hombro de Dios para llorar. Lloro mucho. He derramado más lágrimas de las que usted podría contar", aseguró al periodista con los pies encima de la mesa con ese estilo que tanto impresionó al ex presidente Aznar. "Mañana mismo, por ejemplo, derramaré unas cuantas lágrimas".

Pero hay otros datos en el libro de Draper que tampoco tienen desperdicio a la hora de trazar el retrato robot de este ranchero llorica que no soporta las críticas. Sus colaboradores se las ven y se las desean para edulcorarle la realidad, distrayéndolo con engañifas de bebé para aliviarle el terror de asomarse cada mañana al espejo del mundo que él mismo se encargó de hacer añicos. En el fondo el papel de Condoleezza Rice no es más que el de una nurse que le aguanta las pataletas al presidente, le pone polvos de talco y le unta las rozaduras con manteca de cacao antes de cambiarle el pañal para que salga a dar la cara ante la televisión. Con tanta emotividad desatada, parece que lo que más se va a llevar la próxima temporada es el paño de lágrimas. Así anda la pasarela.

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