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Modernos y conservadores

Joan Subirats

Sin menospreciar el sin duda apasionante debate sobre la refundación del catalanismo político, quisiera centrar mis comentarios en otro ámbito de reflexión política que está presente hoy no sólo en Cataluña, sino sobre todo en Europa. Me refiero a la llamada renovación de la izquierda frente a nuevos formatos del pensamiento de derechas que, aparentemente, resultan renovadores y modernizadores. Hace pocos días, Anthony Giddens, en estas mismas páginas, afirmaba que junto al clásico binomio izquierda-derecha, debería añadirse otra dimensión igualmente importante, la de modernización contra conservadurismo. También Daniel Innerarity opinaba en EL PAÍS que a la izquierda le convendría salir de lo que denominaba su tradición "melancólica y reparadora". Una tradición que haría a la izquierda ser pesimista ante el cambio de época, con planteamientos a veces conservadores ante transformaciones que la nueva realidad económica y globalizada impone. De manera menos elaborada, Pasqual Maragall ha manifestado su convicción de que en pocos años sólo habrá dos grandes partidos en Europa, que, al estilo estadounidense, serán el partido demócrata como expresión de una izquierda renovada y amplia, y un partido conservador, como plataforma de la nueva derecha europea. Como bien sabemos, el mensaje de Maragall se une a los de Bayrou en Francia, o al más reciente de Veltroni en Italia sobre la necesidad de un partido postsocialista, en la línea ya apuntada de un nuevo partido democrático europeo (opción a la que parece que no hace ascos la moderna, por actual, dirección de CDC). De esta manera, tanto desde la perspectiva más teórica como desde el interés más inmediato de la acción política, van cruzándose mensajes sobre como reformar y renovar el mensaje clásico de la izquierda socialista para adaptarlo a los nuevos tiempos que nos han tocado vivir.

Me sorprende la desenvoltura con la que se aborda una cuestión tan cardinal. Es evidente que el mundo está cambiando con una rapidez y una profundidad desconocida. Y es innegable que muchos de los parámetros con los que analizábamos y nos movíamos en el mundo de los siglos XIX y XX nos sirven muy poco para tratar de entender qué nos pasa y cómo mejorar las condiciones de vida de la humanidad. Pero lo que no me parece razonable es partir de una naturalización del escenario económico y social como si estuviéramos hablando de la lluvia o del ciclo de las estaciones. La globalización no nos ha caído del cielo cual premio inmerecido. Y entiendo que tampoco es el fruto automático de las nuevas coordenadas de ese artificio misterioso denominado "equilibrio económico". Ha habido especialistas, por ejemplo Theodore Lowi e Immanuel Wallerstein, que han rastreado con atención las decisiones políticas que condujeron a que se produjeran políticas de ajuste excepcionales en muchos países del mundo, bajo la sacrosanta bandera de la desregulación, la apertura de fronteras y la reducción del peso del Estado y de lo público. Ha habido, por tanto, mucha "política económica" en la consecución del nuevo orden globalizado y sus más o menos precarios equilibrios. Por ello, no deberíamos hablar de la globalización como algo ajeno a lo humano, como un orden exterior o natural al que someternos sin debate o reconsideración alguna.

En este sentido, situar el escenario de conflicto político entre modernizadores y conservadores no nos permite poner suficientemente de relieve a perdedores y ganadores del nuevo orden político-económico. Si aceptamos ese marco o ese formato para caracterizar las bases del conflicto político en el nuevo siglo, estamos asumiendo que aquellos que se quejan por las pérdidas sufridas en sus condiciones de vida o de trabajo, por la ruptura de lazos de solidaridad y reciprocidad, o aquellos otros que simplemente no aceptan como irreversible (o como algo simplemente dado) el predominio de la lógica natural económica, son simples reaccionarios, inadaptados, que añoran un mundo que no volverá. De acuerdo, no volverá. Pero no por ello hemos de asumir como un dato la actual forma de operar y proceder de la coalición político-financiera, que acumula mucho más de lo imaginable y razonable, mientras crecen las desigualdades en cada país y en el conjunto de la humanidad. Decía Marco Revelli hace poco, refiriéndose a Walter Veltroni y su propuesta modernizadora: "Ese rendirse a lo 'real', tal como es, a sus jerarquías consolidadas, a sus relaciones de fuerza dadas es lo más 'impolítico' que imaginar uno pueda, si por política se entiende el arte de la transformación de lo real y de la posibilidad de trascenderlo" (www.sinpermiso.info). Sólo nos faltaba que unos insignes científicos descubrieran que el cerebro humano y sus sutiles diferencias genéticas propician que ciertas personas sean más de izquierdas o más de derechas. Los primeros más modernizadores, es decir, más propicios a aceptar los cambios del entorno, los segundos más conservadores, menos dispuestos a cambiar. Menos mal que los científicos concluyen que no se puede afirmar que unos sean mejores que otros. Y yo que pensaba que el que uno se sintiera más de izquierdas era fruto de una cierta trayectoria personal, de ciertos lazos y vínculos sociales, de una (aparentemente por lo que se ve) decisión autónoma de situarse más en el lado de los perdedores que en el lado de los ganadores. Pobres de nosotros. En el fondo todo estaba escrito cuando llegamos a este mundo. Me resisto a creer que Norberto Bobbio ha dejado de tener razón cuando afirmaba que la divisoria real entre derecha e izquierda pasaba por la mayor o menor aceptación de la desigualdad como algo natural o como algo que transformar y modificar. Y eso pasa hoy por no aceptar como inevitable la hegemonía del capital. Estoy pensando que quizá, viendo el frenesí modernizador de Sarkozy, lo que me ocurre es que soy un conservador de izquierdas. Y no acabo de ponerme al día de lo que sucede. La parte del cerebro de izquierdas me dice que el mundo puede ser distinto de lo que es y que no por ello he de alinearme con los que quisieran volver atrás. Mi parte de derechas, en cambio, busca modernizarse y me insinúa que me apunte a cambiar sin que nada cambie. En fin, no acabo de entender lo que me pasa. Creo que volveré a leer a Bobbio para ver si logro clasificarlo entre los modernizadores o los conservadores. Ya les contaré.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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