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Columna
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De nuevo El Cid

No se trata de las siglas de algún sigiloso y vergonzante organismo, generosamente provisto por el presupuesto, dedicado principalmente a espiar a los ciudadanos que llevan una vida normal. A los que tienen algo que ocultar resulta muchísimo más difícil seguirles la pista y los recursos no dan para tanto. Hablamos de un personaje conocido en los estudios de bachilleratos antiguos, muy popular durante algún tiempo, unos 10 siglos, quinquenio más quinquenio menos. Don Rodrigo Díaz de Vivar, guerrero burgalés que ganó el apodo de "Campeador" al vencer a un caballero navarro tras combate singular en campo abierto, una especie de open a base de cintarazos. El motivo de traerle a colación es la exposición iconográfica que se celebra en la catedral de Burgos sobre el asunto: El Cid, del hombre a la leyenda. Me ha recordado cierto episodio que viví cuando rondaba los 22 o 23 años y tomé contacto con un hombre que había sido diplomático de carrera, a quien conocí en el Berlín de 1936, donde desempeñaba el puesto de ministro consejero en la Embajada española, una de tantas víctimas de aquella cerril atrocidad, donde no solamente se quitaba la vida en las tapias de los cementerios, sino la honra en cualquier parte. Corría por el espinazo de la Administración facciosa una maligna especie: "¿Quién es el masón?". "El que está delante en el escalafón". Y al pobre don Luis Quer Boule le expulsaron de la carrera por haber figurado -en su calidad de embajador- en Costa Rica el año 36 como socio protector de una logia masónica.

A los que tienen algo que ocultar resulta más difícil seguirles la pista, y los recursos no dan para tanto
Disfrutaba de la invitación cotidiana a un café en el desaparecido Lys, en Gran Vía casi esquina a Peligros

No cayó en la miseria mi buen amigo porque era hombre rico, con excelentes propiedades en el Priorato catalán. Por su generosidad obtuve la inmerecida mención honorífica en los Juegos Florales celebrados en Reus -donde él jamás volvió-, pretexto para ganar las 500 pesetas del accésit y disfrutar de su hospitalidad en el palacio que le pertenecía y mandó abrir para albergue de mi insignificante persona. Grandes salones, recién extendidas alfombras y paramentos, magníficas arañas donde lucían bombillas de bayoneta, que ya no se fabricaban. Y ocupar el dormitorio principal, donde pasó los últimos años de su vida un fantástico individuo: el cardenal Juan Benlloc, padre biológico de mi amigo.

Este prefacio justifica la anécdota, que se refiere al purpurado, de quien llegué a conocer muchas cosas, ya que don Luis me honró con el cargo honorífico de secretario perpetuo de la Asociación Cardenal Benlloc, cuyo objetivo final era, al menos, la beatificación. El presidente -con quien cambié impresiones una o dos veces- fue un sabio franciscano, el padre Fullana, valenciano también como el presunto santo. Disfruté mucho y era la recompensa, aparte de la invitación cotidiana a un café, después de comer, en el desaparecido Lys, en la Gran Vía, casi esquina a Peligros. Lástima no haber perseverado con una detallada biografía de aquel clérigo de vida apasionante. No le conocí, y sólo ocupé, un par de noches, su cama con dosel y entornada la ventana que daba a la capilla, desde donde -ya enfermo- asistía a la misa diaria.

Era un gigante, de casi dos metros, lleno de vigor e inteligencia. Pronto fue obispo y desempeñó el puesto de copríncipe de Andorra. Tomó posesión, no a lomos de una resignada mula, sino sobre un caracoleante caballo blanco, enarbolando un báculo que debía parecer una lanza. Ocupó la diócesis de su tierra natal y, cuando se dirigía a cualquier lugar, los criados iban gritando a la multitud: "¡Lloc a Benlloc! ¡Plaza, sitio para Benlloc!".

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Fue, también, cardenal arzobispo de Burgos, coincidiendo con el milenario del Cid, ocupando su puesto, en un acto público celebrado en el teatro de la ciudad. Cuando estaba terminando una floja arenga el capitán general, se le acercó, asiendo la inútil espada que colgaba de su cinto, la desenvainó y cerró el acto blandiéndola sobre su cabeza con un sonoro: "El Cid ha muerto, ¡viva el Cid!" que desató los aplausos de los asistentes. Por aquellos días y con el propósito de allegar fondos para los soldados que morían en África, Su Eminencia organizó un sorprendente baile de gala en el Casino, algo que sólo podía ocurrírsele a él. Eran otros tiempos y otras gentes, se mire por donde se mire.

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