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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Narciso y la vieja

Decía T. S. Eliot en un célebre ensayo que la poesía no es una manifestación de la personalidad de un escritor, sino una huida de ella. Eliot se refería a la poesía lírica, pero hubiese estado de acuerdo en que lo mismo cabría afirmar, y con más razón, de géneros menos personales, como el teatro o la novela. Tal vez las primeras páginas de La aldea muerta, de Xurxo Borrazás (Carballo, A Coruña, 1963), hagan pensar a más de un lector que esta obra es la prolongada manifestación de una personalidad. En este caso, la del protagonista y narrador de la historia, un escritor treintañero que después de ganar un importante premio literario y antes de salir de gira para promocionar su libro, decide recluirse en una aldea abandonada.

LA ALDEA MUERTA

Xurxo Borrazás

Caballo de Troya

Madrid, 2007

187 páginas. 12,50 euros

El comienzo de la historia nos ofrece un autorretrato que, sin ser totalmente paródico, sí saca punta a las neurosis propias del ególatra. Se trata de un escritor que va exponiendo todas sus ideas sobre el ser del mundo y de los hombres. No le falta ni un verbo ágil ni el exceso hipercrítico de los intelectuales insatisfechos que no encuentran nada bien y que, para soportar el peso tremendo de la existencia, se instalan en un cómodo y ya antiguo cinismo de café.

Pasado este baldío inicial la historia se endereza y, como dice el refrán, la dicha entonces resulta bastante buena. Porque cuando comienza el relato de verdad, con la aparición de una anciana de 70 años llamada Aurora, el escritor se humaniza y el relato cobra vigor gracias al cambio que se opera en un hombre intelectualmente sobreestructurado que se transforma al mismo tiempo que cambian sus ideas sobre sí mismo y sobre su sexualidad.

El tirano deber ser de los intelectuales, el mismo que irritaba a Ortega, se flexibiliza cuando escritor y anciana se enredan en una práctica amorosa que no se habría producido fuera de este espacio alejado de las restricciones morales que impone la comunidad. Es el espacio de libertad que describió sin tapujos el Arcipreste de Hita -y que le costó la cárcel-, en donde la naturaleza autoriza un encuentro que cuestiona la desexualización forzosa de la vejez, y sobre todo la de la mujer que a partir de cierta edad pasa a la categoría de "dulce abuelita" burguesa o, en caso contrario, a la de "zarina insaciable". Una novela transvaloradora.

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